La huelga y manifestaciones del pasado 8 de marzo me despertaron la curiosidad sobre cómo resolvió las cuestiones de género la Unión Soviética, el mayor experimento igualitario que ha conocido la historia universal. En un encuentro con la comunista y feminista alemana Clara Zetkin, Lenin dijo: «De lo que se trata es de ganar para nuestra causa a los millones de mujeres trabajadoras de la ciudad y del campo. Para nuestras luchas, y muy especialmente para la transformación comunista de la sociedad. Sin atraer a la mujer, no conseguiremos un verdadero movimiento de masas». En los setenta y cinco años que duró la Revolución soviética se experimentaron grandes avances en cuestiones de igualdad de género, pero en los últimos años de vida del sistema muchas diferencias y discriminaciones continuaban aún sin resolverse.
Según las estadísticas de la URSS, uno de los logros más importantes fue sacar a la mujer del campo. En 1939 había un 32% de mujeres en núcleos urbanos. En 1959, un 48%, y en 1970, un 56%. En el medio rural, la progresión fue la contraria: en 1939, 68%; 1959, 52% y 1970, 44%. El broche de esta evolución fue Valentina Tereshkova, la primera mujer en viajar al espacio.
En 1970 un 51% de los asalariados eran mujeres. Se partía de que, a finales del siglo XIX, un 55% de las mujeres eran sirvientas, un 25% granjeras y un 13% asalariadas. En 1989, un 48% del total de asalariados soviéticos eran mujeres. Un 60% de los ingenieros eran mujeres, un 87% de los economistas, un 70% de los médicos y profesores y un 90% de los bibliotecarios. No obstante, en el mundo académico solo un 13% eran doctoras. Había un embudo o techo de cristal en los altos niveles profesionales.
Estudios publicados en la propia URSS se hacían eco del problema y lo analizaron. En 1986, E. B. Gruzdeva y E. S. Chertikhina escribieron en una publicación de la editorial Progreso que la mujer soviética no ascendía en su escala profesional fundamentalmente por no poder conciliar la vida familiar, lo que llevaba a una «feminización» de las ocupaciones de base.
Citaban un estudio realizado en las industrias de Leningrado entre 1970 y 1977. Entre los técnicos, había un 69,4% de mujeres. Entre los profesionales altamente cualificados, un 62,4%. Sin embargo, entre jefes de sección y gerentes, solo eran un 6,3%.
Durante este periodo, los salarios del primer grupo aumentaron en 17 rublos. Los del segundo, en 31 rublos, y los del tercero, en 66. La brecha salarial en cada uno de ellos fue, respectivamente, de un 1,5%, un 10% y entre un 20 y un 57% en los puestos de mayor responsabilidad.
Ocurría algo parecido en la educación pública. Un 81% del profesorado eran mujeres, pero en la dirección de escuelas de primaria solo había un 41% y en la de institutos, un 36%. En su vigésimo séptimo congreso el PCUS debatió todas estas diferencias y se propuso introducir correcciones en los salarios para lograr la igualdad en el año 2000. Una de las medidas propuestas para conseguirlo era aumentar el número de electrodomésticos para facilitar las tareas del hogar.
Según una encuesta realizada por el Goskomstat SSSR (Comité Estatal de Estadísticas de la URSS) citada en el Journal of Communist Studies (8:4), las mujeres ocupadas en los sectores no agrícolas tenían de media 1 hora y 23 minutos de tiempo libre los días laborables, y 4 horas y 36 minutos los días libres. En los koljoses, granjas colectivas, la media era peor. 1 hora y 3 minutos los días laborables, y 3 horas y 23 minutos en los de libranza. En ambos casos era menos de la mitad del tiempo libre del que disponían los hombres. Las mujeres trabajaban en el tajo y luego en casa se ocupaban de las tareas domésticas y la prole.
La escritora Francine du Plessix Gray entrevistó a mujeres soviéticas en Soviet Women: Walking the Tightrope. La mayoría de ellas mostraban puntos de vista negativos sobre los hombres y aseguraban que su principal fuente de felicidad eran sus familias, especialmente los niños, las madres, las amigas y sus trabajos. Como promedio, ganaban menos que los hombres y se quejaban de que había pocos productos de consumo destinados a la mujer. Paradójicamente, entre las mujeres que desempeñaban profesiones liberales, ya a principios de los ochenta, había muy pocas mujeres soviéticas que se considerasen feministas. Un término que para ellas tenía connotaciones negativas. Hasta Aleksandra Kolontái evitaba definirse como feminista.
En 1979 circuló por Leningrado un documento escrito a máquina, copiado con papel de calco, que denunciaba la desigualdad sexual en la URSS. A las responsables se las obligó a ir al exilio. Una de ellas fue Tatiana Mamonova, fundadora de Zhenshchina i Rossiia (Mujeres y Rusia), el primer grupo disidente feminista de la URSS, que marchó a Estados Unidos. La poeta Kari Unskova murió en un accidente de coche sospechoso cuando estaba a punto de emigrar. Y la escritora Iuliia Nikolaevna Voznesenkaya, que rechazó irse al exilio, fue juzgada por «calumnias al Estado» y sentenciada a cinco años de exilio interior que fueron conmutados por una pena de dos años en un campo de trabajo.
La perestroika de los ochenta puso de manifiesto un problema de gran envergadura, el de la representación política. Según la Enciclopedia de historia de Rusia, en 1930 Stalin clausuró las asociaciones de mujeres bajo la acusación de «feminismo burgués», que generaba división y atentaba contra la unidad de la clase trabajadora. En 1958, Jruschov volvió a promover los zhensovety, consejos de mujeres, que se establecieron en las fábricas y las oficinas. Siguiendo la línea marcada por el partido para la mujer, los consejos trabajaban en secciones: vida cotidiana, cultura, política de masas, cuidado de niños, salud e higiene.
Con Brézhnev siguieron existiendo, pero sobre el papel. Sin gran actividad. Gorbachov, en 1986, se propuso revitalizarlos en el XXVII congreso del partido. En dos años, logró involucrar a 2,3 millones de mujeres. Sin embargo, el problema de la conciliación seguía presente y no se podía eliminar solo con políticas voluntaristas. El techo de cristal en la política era el más acusado de todos, como quedó patente con sus políticas aperturistas.
En los setenta hubo un 31% de diputadas en el Sóviet Supremo. Un 30% en el Consejo de la Unión, un 31% en el Consejo de las Nacionalidades y un 34% en el Sóviet Supremo de cada república. Un porcentaje abrumadoramente superior al de diputadas en las democracias occidentales de entonces. En las elecciones soviéticas habían sido elegidas a cargos de gobierno de municipios y regiones un 45% de mujeres. También un 31% de los jueces del país eran mujeres. En 1984 los votantes eligieron a 492 para 1500 escaños del Sóviet Supremo. Otra vez un tercio, un 32,8%. El porcentaje era similar en todas partes porque el partido funcionaba con cuotas en las cuestiones de género. Pero el poder, relativo, porque los diputados soviéticos se dedicaban a votar «sí» a las políticas del partido.
Y también con techo de cristal. Eran diputadas, pero no llegaban al Politburó. En la esfera de los países socialistas, solo tres mujeres llegaron a primer ministra: la croata Milka Planinc, en Yugoslavia; Sühbaataryn Yanjmaa, en Mongolia, pero de forma interina durante un año; y Khertek Anchimaa-Toka, en la República Popular soviética de Tannu Tuvá. A nivel federal, en la URSS, durante setenta y cinco años solo hubo seis ministras: Aleksandra Kolontái, Aleksandra Biryukova, Yekaterina Furtseva, Rozaliya Zemlyatska-Samoilova, Polina Zhemchúzhina y Maria Kovrigina.
Pero en las elecciones de 1989 por primera vez los candidatos no los designó el partido. Es decir, hubo competencia real para salir elegidos y obtener cada cargo. La ley electoral asignó que un mínimo de un 10% de escaños tenían que ser por decreto para mujeres. En las elecciones fueron elegidas 352 mujeres para 2250 escaños. Un 15,7%. El porcentaje se redujo a la mitad de lo que había habido hasta entonces.
Encuestas de opinión mostraron que las mujeres eran los candidatos «menos deseados» por los votantes. Del mismo modo, el ritmo de vida que exigía presentarse a unas elecciones cribaba de por sí el número de mujeres, porque por tener que ocuparse de su familia y de sus hogares no podían atender a todos los compromisos públicos y mediáticos que requería la campaña electoral de una candidatura. Ese mismo año, el PCUS se vio forzado a anunciar medidas para aumentar la igualdad y el número de mujeres en política.
La brecha salarial existía desde el primer plan quinquenal. Los empleos de los sectores donde más se invirtió, subiendo los salarios, eran mayoritariamente desempeñados por hombres: industria (62%), transporte (79%) y construcción (77%). Y en hostelería, salud y educación, donde había más concentración de mujeres, los sueldos estaban por debajo de la media nacional.
A finales de los sesenta un estudio de los salarios en los complejos industriales de Taganrog, en el óblast de Rostov, mostró que las trabajadoras cobraban entre 80 y 90 rublos y los trabajadores, entre 110 y 120. Diez años después, los hombres promediaban entre 170 y 180 rublos y las mujeres, entre 110 y 120. Crecieron los salarios, pero se mantuvieron las diferencias. Las mujeres cobraban un 70% del salario masculino. Cuanta más cualificación requería un trabajo, menor era la brecha. Entre ingenieros, la mujer cobraba un 80% del sueldo masculino. Para los niveles no cualificados, el sueldo de la mujer era menos de dos tercios del salario de los hombres. En el segundo caso, la diferencia se achacaba a la fuerza física. En el primero, a que las mujeres iban tres años por detrás de los hombres en promoción profesional por tener hijos.
Engels consideraba que en la familia el hombre era el burgués y la mujer el proletariado. Lenin también se refería a la «esclavitud doméstica» de la mujer. Pero rechazaban el feminismo tradicional como algo propio del capitalismo, la ideología bolchevique entendía que con el final del capitalismo y la revolución del proletariado desaparecerían las diferencias entre hombres y mujeres. Sin embargo, no fue así. Lenin reconoció que los decretos y las nuevas leyes de la URSS no eliminaron automáticamente las diferencias. Así surgieron los aludidos zhensovety, donde no sin polémica Kolontái, entre otras, reivindicaba un feminismo socialista en la URSS.
Todo acabó en los años treinta, con las políticas de industrialización, cuando Stalin consideró por decreto que «la cuestión femenina», como se había llamado hasta entonces a la desigualdad, ya estaba resuelta con éxito. Las mujeres avanzaron dentro de la URSS, pero la equiparación real solo estaba en la Constitución, que garantizaba la igualdad entre mujeres y hombres «en todas las esferas de la economía, el gobierno, la cultura y la vida social y política». Una de las primeras manifestaciones de la sociología en la URSS en los tiempos de desestalinización fue precisamente relativa a la mujer: los objetivos de igualdad no se habían conseguido.
En 1981 Brézhnev alertó de la ausencia de mujeres en puestos de dirección, tanto en el partido como en las empresas, y aumentó los permisos de maternidad. La emancipación de la mujer, coreada en los medios y proclamas de la URSS, en realidad —sostiene Norma C. Noonan, experta en Rusia de la Universidad de Augsburgo— se debía al fenómeno de las babushka (‘abuelas’) más que a las leyes. Por las diferencias demográficas entre hombres y mujeres tras la II Guerra Mundial, las mujeres jóvenes que trabajaban eran ayudadas en el hogar por sus madres, tías o suegras, que cuidaban a los niños, hacían la compra y limpiaban. Conforme fueron desapareciendo, porque en las nuevas generaciones pocas mujeres aspiraban a ser babushkasde nadie, la desigualdad de género se fue incrementando en la URSS otra vez.
Un factor decisivo fue que en las regiones musulmanas de la Unión aumentaba la natalidad exponencialmente y en el resto disminuía. El partido promovió políticas familiares en su zona «europea» y de liberación de la mujer en la «asiática». Para que no hubiera una escasez de mano de obra, en la zona «europea» se necesitaban familias de tres descendientes, pero el hijo único era la norma. Uno de los objetivos inmediatos de la perestroika fue conseguir que cada pareja tuviera su propio hogar en el año 2000. Sabían que vivir con los padres o en pisos comunales generaba tensión en la pareja, aumentaba los divorcios y afectaba a la natalidad. Aunque el número de divorcios había crecido en paralelo al número de viviendas desde los años sesenta. Se había triplicado. Al igual que el bienestar material: conforme crecía, disminuía la natalidad. En esta tesitura, a finales de los ochenta, literalmente, no sabían qué hacer.
Estas contradicciones no llegaron a ser superadas por las políticas soviéticas porque en 1991 se acabó el invento. Pero la postura del país sobre esta cuestión durante setenta y cinco años se puede resumir con unas palabras de uno de los primeros sociólogos soviéticos, Igor Kon: «La división del trabajo entre los sexos es anterior a la opresión de las mujeres y, por lo tanto, la erradicación de esta opresión no implica la desaparición de todos los roles sexuales».