La modernidad y la globalización han traído consigo la promesa de una vida ostentosa, repleta de satisfacciones y bienestar. Sobre esa promesa hemos construido sociedades de derroche. Sociedades que se han acostumbrado a un estilo de vida, en el que hay mucho para muy pocos, y muy poco para muchos. Sociedades que se dan el lujo de tirar a la basura alimentos, con tal de no perder ganancias. Sociedades que invitan a sus habitantes a comprar, comprar y comprar aquellas cosas que no necesitan y terminaran por desechar en poco tiempo. Sociedades que están dispuestas a destruir ecosistemas enteros para seguir produciendo en masa productos innecesarios.
Quizá, el verdadero problema sea que la humanidad se perdió en la ilusión de una vida llena de lujos, que a todas luces no es sustentable ni amigable con el planeta. Quizá la causa es el modelo de civilización que hemos creado. Y lo que tenemos que cuestionarnos en realidad es “nuestra manera de vivir”.
En la actualidad, el ser humano piensa que vino a la tierra para trabajar y sacrificarlo todo por tener cierto estatus de vida, pero, para cuando se le acaba la vida, se da cuenta de que en realidad vivió persiguiendo un anhelo imposible, y que todo lo que consiguió fue vivir de manera infeliz.
Por eso, quizá sea el momento de que discutamos como una sociedad global, pero más importante aun, que cada quien reflexione como individuo, si acaso estaremos viviendo la vida de manera correcta. Y si acaso, vale la pena seguir viviendo una vida de derroche, a costa de la explotación desalmada de nuestros recursos naturales.
No se trata de volvernos a vivir a las cavernas, se trata de adoptar una actitud austera para vivir con lo necesario, producir lo necesario y sobre todo, valorar lo verdaderamente importante.
Y aunque el reto es demasiado grande, quizá nos motive ser conscientes de que estamos frente al desafío más grande que la humanidad enfrenta actualmente: salvar la vida.