Felipe, como se le llamaba popularmente, no sólo era respetado, sino que consiguió que mucha gente se sintiera representada por él. Muchos españoles no eran tan sólo sus votantes eventuales, sino que se sentían parte de su proyecto. No votaban a Felipe, eran de Felipe
Felipe González fue, para muchos españoles, más que un líder, un político o un presidente. Fue, para millones de trabajadores y trabajadoras, para toda esa gente que el franquismo consideró durante cuatro décadas un enemigo interno a vigilar, la constatación de que el país había cambiado realmente. Un joven abogado sevillano, que vestía con chaquetas de pana y piel vuelta, había llevado al PSOE de nuevo a dirigir el país. No era sólo la victoria de aquel político, era su victoria, la de todos los que le habían votado.
No es el momento de contar con precisión cómo el Partido Socialista que llegó al Gobierno no era exactamente el mismo que permaneció en el exilio décadas, ni tampoco las presiones de EE.UU. y la Alemania Occidental en las postrimerías de la Guerra Fría. Tampoco de aquel proceso llamado Transición, que transformó un régimen dictatorial en una democracia equiparable a la de cualquier país europeo. Se consiguió, pero por el camino muchos quedaron exentos de sus crímenes contra los derechos humanos y pasaron en una noche a ser demócratas de toda la vida. La derecha cedió algo en aquel pacto, lo justo para salvar los muebles. Los comunistas, que querían ser como sus camaradas italianos, cedieron hasta acabar prácticamente desaparecidos. Supongo que hasta puede sonar injusto fiscalizar aquella etapa desde hoy. Supongo que lo que sucedió dista mucho de lo que nos contaron.
No es tampoco intención de esta historia analizar los Gobiernos socialistas de los años ochenta y mitad de los noventa. Una época contradictoria donde se consiguieron notables avances sociales mientras que se empezaba a transformar España en un territorio sin industria, periferia europea. Donde los socialistas metieron al país en la OTAN, aunque prometieron no hacerlo. Donde se consiguieron buenos resultados en la creación de infraestructuras, hospitales y colegios, pero también donde se coqueteó con la corrupción en algo que alumbró la "España del pelotazo". Los socialistas fueron además quienes nos integraron en Europa, un hecho que se percibió como el fin definitivo de aquella España que, periódicamente, sufría un alzamiento militar. Aquella integración, por otro lado, fue también el motivo de que ahora seamos parte de esa Europa que está, lo quiera o no, dentro de la esfera de influencia alemana. González fue quien modernizó progresivamente al ejército y policía franquistas. También el presidente bajo el que tuvo lugar el terrorismo de Estado.
Pero al margen de la historia de aquellos años, lo que queremos destacar en esta historia es la enorme autoridad que alguien como Felipe González llegó a tener. No de ese tipo que emana de la represión de los cuerpos de hombres armados, sino de esa autoridad que se ejerce cuando al hablar la gente confía en ti. Felipe, como se le llamaba popularmente, no sólo era respetado, sino que consiguió que mucha gente se sintiera representada por él. Muchos españoles no eran tan sólo sus votantes eventuales, sino que se sentían parte de su proyecto. No votaban a Felipe, eran de Felipe.
Aunque González decepcionó a muchos de ellos en sus dos últimas legislaturas, su retirada fue aún por la puerta grande. Incluso sus detractores le veían como una institución andante. Pero lo peor todavía estaba por llegar. Desde hace al menos una década, con especial intensidad, el expresidente se manifiesta públicamente en líneas netamente derechistas, con unas tendencias claramente liberales en lo económico y unas posiciones respecto a temas como Cataluña, las relaciones con Latinoamérica o los cambios en el panorama político, de una ideología no sólo conservadora, sino incluso bordeando lo reaccionario.
Daniel Bernabé, escritor y periodista
Es triste ver cómo alguien que significó tanto para tanta gente les ha dado la espalda de una manera tan arrogante. Al principio pensaron, en una especie de disculpa para salvar su recuerdo, que la vida cómoda de expresidente le había cambiado. Luego empezaron a asumir, sin confesarlo en público, que quizá es que siempre había sido así
Esto, que al principio creó estupefacción entre la gente que aún le seguía admirando, ha ido evolucionando estos últimos años hacia una decepción que se siente casi como personal. Entregados defensores de aquella etapa, cambian el canal de la tele cuando González –ya nadie le llama Felipe– aparece soltando alguna de las suyas. A mí, más allá del análisis político, me apena. Es triste ver cómo alguien que significó tanto para tanta gente les ha dado la espalda de una manera tan arrogante. Al principio pensaron, en una especie de disculpa para salvar su recuerdo, que la vida cómoda de expresidente le había cambiado. Luego empezaron a asumir, sin confesarlo en público, que quizá es que siempre había sido así, que su papel en los años ochenta fue el de aplacar y conducir unas ansias de libertad y progreso, que iban mucho más lejos de lo permitido por Washington, Berlín y la mirada torva de los banqueros, hacia una sombra de lo que pudo ser. La realidad es que muchas cosas cambiaron a mejor, también que se pusieron las bases para que siguieran mandando los de siempre. ¿Cómo sentirse ante algo así?
Cuando hace unas semanas González soltó una de las suyas, diciendo que no se veía representado en el actual Gobierno socialista, sobre todo por ser un Ejecutivo de coalición con Unidas Podemos, una coalición que incluye a la organización dirigida por Pablo Iglesias y al Partido Comunista, el recuerdo de aquella foto en el mueble de mi abuela recorrió el tiempo y se mi hizo presente. Aquellas declaraciones, en boca de alguien que había representado tanto para tantos, me resultaron, además de mezquinas y gratuitas, de una naturaleza paradójica terrible. Casi un insulto. Si había alguien que no tenía derecho a hacerlas era precisamente él.
Pensé, fantasiosamente, que los personajes públicos deberían estar sometidos a alguna ley que les impidiera denigrar su propia figura en una vejez resentida, incluso que tuvieran prohibido revelar a su verdadero ser oculto. No se trataría en el fondo de defenderles de ellos mismos, se trataría de defender a la gente que confió en ellos, que una vez se sintió representada. Luego pensé que, probablemente, de esta manera la gente no podría sacar conclusiones sobre cuál suele ser el verdadero fondo de la política y el poder. Lo triste es que llegamos a entender todo demasiado tarde, cuando la vida ya no da para querer cambios bruscos.
Luego pensé en Iglesias y los suyos, que hace unos años despertaron un sentimiento en mucha gente muy parecido a aquel que despertaba González en sus mejores momentos. Y me dio miedo. Porque son mi generación y, aunque sólo sea por eso, quiero que dejen algún tipo de huella en mi país. Una que no sea la que dejó aquel expresidente de la foto. Tienen derecho a equivocarse y fracasar. Probablemente lo hagan, sobre todo por los poderosos enemigos que tienen enfrente. A lo que no tienen derecho es a ser como Felipe González. Nunca, en ningún caso.
Quizá eso sea lo mejor que tiene la sombra del antiguo presidente, ese hombre canoso que suele ocultar su mirada por la calle tras unas oscurísimas gafas de sol. Que sin pretenderlo vale como faro de lo que nunca hay que ser. Algo que incluso trasciende sus opiniones derechistas. Algo que pertenece a ese tipo de personas enamoradas de sí mismas que no soportan que su tiempo haya pasado. Algo de ese tipo de personas que son capaces de olvidar que mucha gente, esa gente que mueve el mundo pero que nunca pasa a la historia, se sintió representada por él.