Mi hija Tania está hoy en primera línea contra la covid-19. Es parte de esa infantería que no se atrinchera, sino que sale a descubrirlo antes de que se propague. Ahora mismo, en el frente que le toca, ha estado yendo casa por casa para detectar síntomas y personas en riesgo. Por supuesto que mucho me preocupo, y que le di más consejos que los realmente útiles; pero sé que es necesario, y por eso lucho contra esa parte del amor que empuja hacia el egoísmo.
Ayer leía un tuit, no recuerdo de quién: alguien preguntaba cómo hace una isla pequeña y bloqueada para tener uno de los mejores sistemas de salud y salvar vidas por todo el mundo.
La pregunta es fácil de contestar: lo hace gracias a Fidel, genial creador del sistema de salud cubano: una revolución dentro de la Revolución. La clave de su éxito no solo radica en su carácter preventivo, enfocado en una sistemática atención primaria desde la comunidad, sino también en la formación de médicos con vocación de servicio, para quienes la salud no es una mercancía.
Me siento orgulloso de que mi hija forme parte de esa vanguardia, que hace de Cuba una potencia moral. No es que me hayan contado cómo son recibidos en otros países; lo he visto. Durante dos años cumplí misión en la Venezuela profunda; allí donde ningún gobierno anterior llegaba, salvo en época de elecciones. Lugares semejantes a los de mi niñez, donde la gente moría de enfermedades curables.
Allí vi el cariño con que eran recibidos en las casas humildes: una fiesta, como si se tratara del hijo o de un pariente cercano. A pesar de grados científicos, los vi desdoblarse en enfermeros para poner una vacuna o hacer una infiltración. Los vi, incluso, donar su sangre ante la emergencia, y comprometer el saldo de su teléfono, el necesario para el mensaje a su lejana familia, llamando a otros cubanos para que también lo hicieran.
Yo sé muy bien cómo era en Cuba cuando aún no teníamos este sistema de salud: tengo edad suficiente. Recuerdo cómo mi madre debió doblar la espalda en la máquina de coser, durante tres días, para conseguir los tres pesos que costaba sacarme una torturante muela. Es ese el trauma más grande que tengo de la niñez. Trauma doble, porque el dentista vivía a solo media cuadra de mi casa y yo no podía entender su falta de misericordia. Pero así era la lógica del sistema: hoy no fío, mañana sí.
Por eso me emociona tanto leer los contenidos que sobre los médicos y enfermeros cubanos se comparten en las redes sociales. Esas enfermeras y enfermeros que trabajan 16 o 18 horas al día, sin ir a sus casas. Los aplausos espontáneos de los taxistas en el aeropuerto de Madrid, tras la llegada de los médicos cubanos que iban camino de Andorra. Más de 500 son ya, en 14 brigadas: eso acabo de leer. Más de 500 que se unen a los más de 29 000 que ya estaban desde antes en sus misiones por todo el mundo.
Por eso solo le dije a mi hija: Cuídate, mi niña. Y anoche la llamé por teléfono, justamente a las nueve, para que oyera mi aplauso.