No fue aquella una frase dicha al vuelo sino manifestación pública de una convicción muy honda. «Nosotros no le decimos al pueblo: cree. Le decimos: lee». Era Fidel el 9 de abril de 1961 en una comparecencia televisiva que ponía fin al sexto ciclo de la Universidad Popular, Educación y Revolución.
A lo largo del país se desarrollaba la Campaña Nacional de Alfabetización. Pocos días después, la invasión mercenaria, organizada y financiada por Estados Unidos, desembarcaría por Bahía de Cochinos y en menos de 72 horas sería derrotada. La agresión no detuvo el descomunal empeño pedagógico. Ante la vasta audiencia que siguió la exposición de Fidel quedó grabado un mensaje que resumía en buena medida la médula de la política cultural y educacional de los nuevos tiempos: «La Revolución le dice al pueblo: aprende a leer y a escribir, estudia, infórmate, medita, observa, piensa. ¿Por qué? Porque ese es el camino de la verdad…», expresó entonces el Comandante en Jefe.
Él mismo había encontrado verdades y cultivado el espíritu en los libros y la lectura. Como conductor de un proceso inédito de transformaciones en un país asediado permanentemente por Estados Unidos, debió confrontar y asimilar a diario enormes cantidades de información.
En 1985 explicó al periodista brasileño Joelmir Beting: «Todos los días dedico una hora y media a la lectura de cables internacionales, de casi todas las agencias. Si leo que se ha descubierto en algún país un nuevo medicamento o equipo médico innovador y de gran utilidad, mando a buscar rápida información».
Pero su horizonte de lecturas rebasó ampliamente las fronteras de la inmediatez y los requerimientos de orden práctico. Al introducir la primera edición de Un encuentro con Fidel, del comunicador italiano Gianni Miná, Gabriel García Márquez, entrañable amigo del líder, escribió: «Tal vez el aspecto de la personalidad de Fidel Castro que se ajusta menos a la imagen creada por sus adversarios es la de ser un lector voraz. Nadie se explica cómo le alcanza el tiempo, ni de qué método se sirve para leer tanto y con tanta rapidez, aunque él insiste en que no tiene ninguno en especial. En sus automóviles, desde el Oldsmobile prehistórico y los sucesivos Zil soviéticos hasta el Mercedes actual, ha habido siempre una luz para leer de noche. Muchas veces se ha llevado un libro en la madrugada y a la mañana siguiente lo comenta». Esta imagen real la corroboró el propio Fidel en una confesión: «Sufro cuando reviso una lista de títulos de todas clases y lamento no tener toda mi vida para leer y estudiar».
Historia, política, biografías, ciencia y economía se hallaban entre sus intereses literarios. En primerísimo lugar, la obra de José Martí, su paradigma. Otro de sus grandes amigos, el brasileño Frei Betto, contó que cuando viajaba a Cuba, solía regalarle libros de cosmología y astrofísica. Pero también leía literatura de ficción y hasta alguna vez recordó haberse zambullido en las páginas de María, la novela del colombiano Jorge Isaacs, y el Werther, del alemán Goethe.
Como se sabe, tras el asalto al cuartel Moncada y el juicio en que de acusado se convirtió en acusador, guardó prisión en Isla de Pinos. Leer fue una ocupación fértil durante el confinamiento. Pidió libros y compartió lecturas con sus compañeros.
En uno de los intercambios epistolares con familiares y allegados desde el Presidio Modelo, escribió: «Me antojo de un libro, Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde. Hace años no le presté ninguna atención y hoy estoy apuradísimo por leerlo. He vivido días felices, embelesado, olvidado de todo, trasladado prácticamente al siglo pasado, en las páginas de tan formidable historia de Cuba».
El pensador y revolucionario alemán Federico Engels dejó testimonio de cómo «aprendí más sobre la sociedad burguesa y el capitalismo leyendo las novelas de Balzac que con el conjunto de historiadores, cronistas y estadistas profesionales de su época». Carlos Marx tuvo un panorama más completo del salto de Inglaterra a la etapa del capitalismo industrial luego de sumergirse en las novelas de Charles Dickens, Charlotte Bronté y una escritora que convendría redescubrir, Elizabeth Gaskell, autora de Mary Barton.
El revelador reencuentro de Fidel con la obra mayor de la novela cubana del siglo xix le permitió una más plena comprensión del pasado colonial y la contradicción entre esclavistas y esclavos que terminó por gravitar sobre el curso de los acontecimientos posteriores a la abolición, las gestas de independencia y el parto de la república, frustrado por la injerencia imperial.
«Quiero constatar esta vez, de quien tan soberbiamente pintó aquella época, algunos aspectos vivos de la mentalidad cubana», escribió Fidel al releer Cecilia Valdés. Con ello daba fe acerca de cómo para él resultaba interés mayúsculo desentrañar la madeja de la subjetividad en la fragua y evolución de una identidad.
Leer como fuente de conocimiento y de placer intelectual. Así lo entendió Fidel y quiso que ese hábito fuera patrimonio activo de la vida espiritual de sus compatriotas. En tiempos de nuevas tecnologías, de plataformas digitales, del tránsito de la galaxia Gutenberg al ciberespacio, debemos fomentar esa pasión irreductible.
En una de sus frecuentes visitas a la Feria Internacional del Libro de La Habana, multitudinaria fiesta cultural alentada por él, alguien le preguntó si la letra impresa pasaría de moda: «No, creo que lo último que quedará será el libro. Fíjate si no muere que todavía se leen La Ilíada y la Odisea».