Una prueba de la ausencia de cambio sustancial la encontramos en la Fiscalía británica, que ha advertido que recurrirá la denegación de extradición representando los intereses norteamericanos, lo que constituye, además, el gran paradigma de Reino Unido y Europa, pues representan unos intereses que no son suyos, sino los de su señor. Los de Estados Unidos. Así sucede desde 1945. Y lo que queda, por desgracia.
Ciertamente, Julian Assange fue condenado a muerte social en 2010, cuando comenzó su persecución mundial, y fue ejecutado a la vista de todos en 2012, cuando se recluyó en la Embajada de Ecuador. Desde entonces no sabe lo que es la libertad ni la vida normal. Ni lo sabrá nunca.
En 2019, con la acusación inicial en Suecia desvanecida, ya nadie pudo negar la evidencia: Julian Assange estaba muerto y los Estados Unidos de Guantánamo, Irán-Contra, el Cóndor y Abu Ghraib habían ordenado su ejecución.
Ese año 2010 se publicaron los primeros grandes escándalos de WikiLeaks, en activo desde 2007, incluyendo material clasificado norteamericano de las guerras de Irak y Afganistán en las que se pudo ver a un helicóptero norteamericano disparando contra diez civiles en Bagdad, entre los que se encontraba un periodista de Reuters; y, por supuesto, el Cablegate, con más de 700.000 documentos diplomáticos que dejaban al descubierto el comportamiento delictivo de Estados Unidos y que fueron difundidos en Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia o España de forma simultánea. Hasta que los norteamericanos llamaron al orden y medios como El País en España dejaron de publicar la información hasta que paulatinamente se convirtió en residual.
Y ese año 2010 se produjo una acusación por conducta sexual inadecuada y violación en Suecia. Una denuncia por la que, extrañamente, los suecos, casi como si se arrepintieran por ello, dejaron de perseguir a Assange en 2017 cuando este se encontraba en la Embajada de Ecuador en Londres. Un preludio del archivo de la causa en 2019. Porque la acusación ya había cumplido su propósito: condenar públicamente a Assange. Mancillar, sembrar la duda, crear la controversia suficiente como para desviar la atención del verdadero crimen y de los criminales.
Fue entonces, con la acusación inicial sueca desvanecida, cuando ya nadie pudo negar la evidencia, que la verdadera imputación de Assange era WikiLeaks; su fiscal, El Padrino norteamericano; y la acusación, una vendetta ordenada y orquestada. Fue entonces cuando ya era evidente que Julian Assange estaba muerto y que los Estados Unidos de Guantánamo, Irán-Contra, el Cóndor y Abu Ghraib habían ordenado su ejecución.
El filtrador, filtrado
Además, no solo estar encerrado durante tanto tiempo supuso una muerte social terrible, sino que, como suele ser habitual en el caso de los denunciantes de corrupción, y Assange es sin duda el más importante de todos ellos, también sufrió una filtración de dudosa credibilidad sobre su conducta en la Embajada. Que si jugaba con una pelota, que si montaba en patinete, que si se aseaba más o menos, que si mantenía relaciones sexuales… Informaciones todas ellas que fueron publicadas en grandes medios de comunicación del mundo, pero que solo buscaban su desprestigio. ¿De verdad puede ser noticia de un diario serio que Assange se asee más o menos? Es evidente que la publicación de esa información tenía la misma intención que la acusación de conducta sexual inapropiada y violación: la venganza.
EE.UU., Reino Unido y Europa le condenaron en el mismo Londres en el que protegieron a Augusto Pinochet. Estos países se angustian más por la salud de un dictador sanguinario que por la de un periodista cuya contribución histórica se encuentra a la altura de los más grandes.
Obviamente, tras el apedreamiento múltiple e incombustible volvemos a encontrar la mano negra norteamericana. En 2019 se supo que una empresa española fundada por un ex militar, David Morales, con sede en Jerez de la Frontera (Cádiz), el sur de España, estuvo espiando ilegalmente a Julian Assange, con lo que pudo almacenar ilegalmente horas de grabación, realizar informes sobre WikiLeaks y apoderarse de datos personales como huellas dactilares, datos grafológicos, fotografías de pasaportes o números de teléfono móvil de aquellas personas que visitaron a Assange. En la actualidad, el juez español que investiga el caso, José de la Mata, no puede avanzar más porque tanto Estados Unidos como Reino Unido se lo impiden, dado que no corroboran la información del principal testigo, de la que surge la sombra de The Shadowserver, una empresa norteamericana de seguridad vinculada al Gobierno norteamericano.
Pero Julian Assange ya está muerto
Pero, en cualquier caso, Julian Assange ya está muerto porque aun ganando, y no será fácil, perdió, pierde y perderá. Ha perdido diez años de su vida, que serán muchos más; ha perdido su prestigio entre informaciones denigrantes de grandes medios de comunicación que se han comportado como medios sensacionalistas de tres al cuarto; y, sobre todo, ha perdido su futuro.
Exhibir la muerte social de Assange cumple dos funciones principales: atemorizar a futuros alertadores o denunciantes de corrupción y marcar los límites de la libertad de expresión y el periodismo.
Porque ¿cuál es el futuro de Julian Assange? Aun saliendo indemne del último –y de los siguientes– embiste norteamericano será un cadáver social: no podrá tener un trabajo normal, no podrá tener una vida normal, no podrá ir al cine como una persona normal, no podrá cenar o beber una copa de vino como una persona normal, no podrá viajar con normalidad. Aun viviendo, Julian Assange está muerto. Estados Unidos, Reino Unido y Europa le condenaron en el mismo Londres en el que protegieron a Augusto Pinochet. Se angustian más en Estados Unidos, Reino Unido y Europa por la salud de un dictador sanguinario que por la de un periodista cuya contribución histórica se encuentra a la altura de los más grandes.
Sin embargo, con todo, lo más grave no es la inmisericorde ejecución social de Assange o sus daños sufridos, físicos y psicológicos, sino que condenar y ejecutar socialmente a Julian Assange supuso y supone condenar y ejecutar al periodismo y a la libertad de expresión. Pero ¿acaso importa? Claro que sí: exhibir la muerte social de Julian Assange cumple dos funciones principales: atemorizar a futuros alertadores o denunciantes de corrupción o malas prácticas estatales con el destino que les espera y marcar los límites de la libertad de expresión y el periodismo. Y es que en las democracias occidentales se puede hablar de todo, menos de las democracias occidentales. Entre otras cosas, porque Julian Assange ya está muerto.