Las flores se secaban en el jarrón; ella las miraba como pasan las horas del reloj, preguntándose si sufrirían, si notarían su deterioro.
Su fragancia ya comenzaba a dejar su frescor y ella precisaba algo que le proporcionara armonía, o no sabía qué.
Así estuvo toda la tarde, hasta la noche. Claro no tenía su pensamiento. Sabía que era como una flor, ya marchita, pues todo cuanto hacía era exactamente eso, estar.
Sabía que, tal vez a diferencia de esas flores, no había sino hecho daño, como si estuviera llena de espinas y nadie pudiera acercarse a ella.
Eso sentía, estar llena de espinas. Ella sabía qué es la amistad, había conocido a otras personas, como flores, que estaban junto a ella; pero no supo valorarlas. Y ahora, sin nada que ofrecer, recordaba a esas personas que habían pasado en su vida.
Unas repletas de colores, de aroma, de fragancia; otras insignificantes pero que habían sido para ella verdaderas compañeras; hasta las repletas de espinas le gustaban, tal vez, porque ella las comprendía; otras grandes, otras pequeñas.
No todas las flores eran iguales; sin embargo, ella prefería no distinguir ya unas de otras. Había aprendido que todas las flores son iguales de importantes y a todas hay que cuidar. Pero su desgana había hecho dejarlas pasar, sin interés alguno, sin darles la importancia que tenían.
Y así, estaba ella, como las flores que tenía ante sí y que, una vez más, había descuidado.
Y no. No podía culpar a nadie. Ella estaba sola por no cuidar a las flores que había tenido una y otra vez.
Nadie, excepto ella, era la responsable de las flores.
Por lo menos, antes de desaparecer como las que tenía ante ella, había aprendido a valorar que las personas no se distancian por desprecio sino que ella había hecho que la distancia fuera grande por no regar y cuidar con sigilo las flores que tenía a su alrededor.
Una amistad, un familiar, cualquier persona que se precie, hay que cuidarla y valorarla. Y cada uno de nosotros somos como flores que hay que regar y cuidar porque nacemos, crecemos, sentimos, nos relacionamos y, finalmente, morimos.
Autora: Rosa Mª Villalta Ballester