La luz golpea, ruda, repentina, mis ojos soñolientos. La mañana llega con precisión de cortesana que el término del plazo determina.
Tu mano en tierna languidez camina sobre mi pecho; la canción lejana del labrador taladra la ventana, y se reviste de oro la colina.
Es hora de partir. Aletargada, ni abres los ojos ni te mueves. Nada logra alterar la paz de tus sentidos.
Sin atreverme a fracturar la calma tan frágil que te abraza en cuerpo y alma, quedamos ambos otra vez dormidos.
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