Yo traigo una palabra y una muerte dormida en la palabra,
traigo un día confuso entre los dedos y unos dedos antiguos,
pero este día comienza a perecer una vez que ha nacido.
¿De dónde diablos llega la ternura de esta voz primitiva
al levantar pirámides inmensas a la llama que enciende
la contienda entre el hombre cautivado y la sombra del viento,
a poner una mano poderosa a la altura del pecho
y a rasgar el vestido de los ángeles que torturan la vida?
¿De dónde amor, de dónde llegas en esta hora que me duele
a desprender el dedo índice de los labios sedientos,
irrumpiendo también por cada vello en deslumbrante cascada
capaz de ahogar la rosa más alta y el más alto gemido,
para que toda la tierra se ponga a renacer en salud y hermosura?
Nadie sin una herida puede decir ahora: estoy presente,
cuando la tierra clama con ternura por sus hijos amados.
La muerte que yo traigo nunca la proporcionan las espadas,
sino el tímpano roto de un caballo que llora en rebeldía:
la muerte que yo traigo es la pureza y el esplendor de la vida.
¿Puedo decir acaso, con certeza,
que la herida que ofrezco viene del mundo abrazo
de mil cuerpos que se legan el sueño,
del sedimento amargo que acumulan los vientos clandestinos,
del polvo que se muere en los caminos de vejez o de frío?
¡Si fuera suficiente derrotar al olvido en una noche
y saber de qué estrella viene mi piel a contener el mundo!
Los ojos se sumergen en una luz pequeña y quedan ciegos,
y más allá del polvo y del milagro
también sufren de amor, hambre y olvido
las inconmensurables lunas espirales.
Nadie sabe si llueve también en las altas montañas.
Nadie quiere saberlo cuando las hortalizas
revientan en las manos de los agricultores
y el arroyuelo moja la falda de las muchachas en otoño.
Ahora me doy cuenta de que llevo una mariposa entre las manos
y es preciso dejar que se pierda en la neblina.
Ahora me doy cuenta de que alguien, con una voz coral
más grande que mi desnudo grito hacia el límite antiguo,
tiene una cara hermosa y un lamento dibujado en la cara
y me dice que para alzar el trigo hay que saber quemarse las espadas