En el silencio estrellado la luna daba a la rosa y el aroma de la noche le henchia, sedienta boca, el paladar del espiritu, que adurmiendo su congoja se abria al cielo nocturno de Dios y su Madre toda.
Toda cabellos tranquilos, la luna, tranquila y sola, acariciaba a la tierra con sus cabellos de rosa silvestre, blanca, escondida. La Tierra, desde sus rocas, exhalaba sus entranas fundidas de amor, su aroma.
Entre las zarzas, su nido, era otra luna la rosa, toda cabellos cuajados en la cuna, su corola; las cabelleras mejidas de la luna y de la rosa y en el crisol de la noche fundidas en una sola.
En el silencio estrellado la luna daba a la rosa mientras la rosa se daba a la luna, quieta y sola.