Espérame al crepúsculo tardío cuando la sombra escale los balcones, cuando se desvanezca el griterío, adelgace sus trenzas el gentío y se pueblen de amantes los rincones.
Luego la noche de onduladas manos desenmarañará los galanteos sobre la piel de nuestros dos pianos en sonata de acordes cortesanos, en guitarras de eróticos rasgueos.
A veces todavía conversamos. Ya no estás, y no hay voz, pero resurgen las palabras de antaño, sigilosas, desde sus diminutos ataúdes, embozadas en capas de silencio, mas con hambre de luces. Las reconozco a todas, como reconocía tu perfume antes de que llamaras a la puerta. Ciertas cosas se captan, o se intuyen. Las veo, y casi, casi las escucho; cada significado se trasluce como asomándose a elocuente espejo; son ellas, sin ser ellas, mas irrumpen desde su fondo de cristal, instándome a nuevo diálogo de azul y nubes. Mas, náufrago de alturas, reconozco mis límites. Me afluyen situaciones de antaño, cuyo estremecimiento me consume, y quisiera calcarlas, mas no se reconstruye lo que, desmoronado, es bella ruina. Se la contempla en su esplendor ilustre de columnas truncadas, de frisos mutilados, de techumbre reposando a la par de los cimientos, mas no se restituye a un nuevo simulacro, ni a su gloria de ayer, porque es ilustre ahora en sus nuevos términos, y no requiere ajuste. Estos vestigios nuestros del pasado viven, y constituyen historia que, aunque en quiebra, de su belleza clásica se nutre. Y a ellos acudo en horas soledosas, y escucho su silencio, que descubre antiguos episodios, rasgos semiolvidados, certidumbres que juzgué haber perdido, y ciertas dudas nunca tenidas, que ahora me confunden.