Esperas el cadáver de tu hijo amortajado ya con sangre y agua, envuelto en el temblor del mundo antiguo, celado por el velo de la Alianza. Tú aguardas aterida, mientras cruzan tu mente las espadas contemplando su cabeza inclinada, sus manos extendidas a la muerte y su carne seráfica macilenta, y la orfandad del labio sin parábolas.
En tu glaciar exhaustas golondrinas quieren abrir sus alas y elevarse. Mujer-Madre te ha hecho, tus entrañas parirán con dolor al hombre nuevo que nacerá mañana, y tienes que vivir sobre la tierra hasta que la semilla esté granada.
Desenclavan a tu hijo. Presurosa te lanzas y le abrazas. Su rigidez helada te conmueve, te haces llama, se subleva el volcán de tu dulzura y el fuego por tus besos se derrama. Apoyada tu frente en sus cabellos gimes la última nana. Un suspiro de incienso, un aleluya, un inconsciente hosanna se escapa por jirones del relámpago que te abrasa.
José de Arimatea, con permiso que Pilatos le dio sin pedir nada, va a enterrar a tu hijo en su sepulcro, compró una nueva sábana, y Nicodemo trae una mixtura de mirra y áloe, para la mortaja.
Con el cortejo fúnebre te llevan a la tumba, una cueva cercana. Su cuerpo yerto, exánime, han vendado con fajas impregnadas en la olorosa mezcla. Respetuosos lo envuelven en la sábana. Por la abertura baja y estrechísima pasas de la antecámara al lugar de su solitario lecho, donde un banco de piedra frío y gris le esperaba. Le tienden sobre él, su bello rostro cubren con una tela fina y blanca, el sudario. Te vence el desconsuelo y te abalanzas sintiéndote morir. Te pesa el alma, se aferra a la reliquia del amado, en Él está su casa.