En un tiempo, una persona me regalaba una rosa para la solapa de mi
traje todos los domingos. Como siempre recibía la flor, en realidad
no pensaba demasiado en el tema. Era un gesto agradable que
apreciaba, pero se convirtió en una rutina. Sin embargo, un
domingo, lo que consideraba común resulto muy especial.
Salía del servicio religioso dominical cuando se me acercó un
jovencito. Caminó directamente hacia mí y me dijo:
-Señor, ¿qué va a hacer con su flor?
Al principio no sabía de qué hablaba, pero luego entendí.
-¿Te refieres a ésta?- le pregunté, y señalé la rosa pinchada en mi
chaqueta.
-Sí, señor -asintió él-. Si va a botarla, me gustaría tenerla.
En ese momento sonreí y le dije, con mucho placer, que podía
quedarse con mi flor, al tiempo que le preguntaba qué pensaba hacer
con ella. El muchacho, que debía de tener menos de diez años, me
miró y dijo:
-Se la daré a mi abuela, señor. Papá y mamá se divorciaron el año
pasado. Yo vivía con mi madre, pero cuando se volvió a casar, quiso
que viviera con mi padre. Viví con él un tiempo, pero dijo que no
podía quedarme más, por lo tanto me mandó a vivir con mi abuela.
Ella es buenísima conmigo. Cocina para mí y me cuida. Ha sido tan
buena que quiero darle esa linda flor por quererme.
Cuando el niño terminó, yo apenas podía hablar. Tenía los ojos
llenos de lágrimas y supe que me había emocionado hasta lo más hondo
del alma. Me desprendí la flor. Con la flor en la mano, miré al
niño y le dije:
-Hijo, es lo más lindo que he oído hasta ahora, pero no puedes
llevarle sólo esta flor porque no es suficiente. Si vas hasta el
púlpito, verás un gran ramo de flores. Distintas familias las
compran para la iglesia todas las semanas. Por favor, llévale esas
flores a tu abuelita porque ella se merece lo mejor.
Como si ya no me hubiera emocionado lo suficiente, dijo una última
frase que no olvidaré jamás. Dijo:
-¡Qué día fantástico!. Pedí una flor y conseguí un ramo lindísimo.
(Pastor John R. Ramsey)