Comentario
Más de una vez hemos reflexionado que éste es tiempo de gracia, pero la
gracia requiere siempre de nuestra cooperación y aceptación. Siempre
debe contar con nuestro asentimiento para que actúe y con nuestra
disponibilidad para rezar y hacer lo que sabemos y discernimos es la
voluntad de Dios en nuestras vidas.
Gracia es que nuestra Madre se aparezca con tanta frecuencia y durante
tanto tiempo en Medjugorje. Gracia es que nos llame a seguir el camino,
que nos propone por medio de sus mensajes mensuales y extraordinarios.
Gracia es que la escuchemos creyendo en la verdad de estas apariciones.
Gracias son las que Ella nos trae y nos ofrece para nuestra conversión
y nuestra santidad.
Toda esta ingente gracia o todas estas gracias de nada sirven si las
dejamos pasar sin hacer nada de nuestra parte. No basta con escuchar,
con leer y meditar los mensajes si luego no los ponemos en la vida, si
no hacemos lo poco y simple que nos pide.
Ahora nos recuerda que debemos orar y que la oración personal es muy
importante para el crecimiento espiritual de cada uno.
Por
medio del bautismo nos fue implantada, por así decirlo, la semilla de
la fe. Hemos recibido el Espíritu Santo y luego en el sacramento de la
confirmación de esta fe, también se nos ha infundido el Espíritu. Y
cada vez que nos abrimos a su influjo lo seguimos recibiendo. En cada
Eucaristía, el mismo Espíritu que obra el misterio viene a nosotros por
la comunión sacramental. Siempre en la medida de nuestra apertura,
conciencia del bien recibido y cooperación.
Así la fe plantada sigue firme y puede crecer. Y crecerá en la medida
que me encuentre con Dios y que lo deje entrar en mi corazón. Él en mí
y yo en Él. Porque es el Señor quien primero me llama a su intimidad. “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3:20).
La oración que me hace crecer en la fe –nos dice la Reina de la Paz- es
aquella en la que dedicamos tiempo para tener un encuentro privado con
nuestro Creador y Salvador. Es esa oración que hacemos “cerrando la puerta de la habitación”, solos
con Dios que está en lo secreto (Cf. Mt 6:6). Es decir, cuando de algún
modo, del que podamos, nos apartamos en el silencio y cerramos también
la puerta de los sentidos, en el silencio, para dialogar con nuestro
Señor. Es entonces que nos encontramos en lo secreto con Él, en el
santuario de nuestro corazón.
Esa oración está hecha de palabras y de silencios. En la oración le
hablamos pero también debemos escucharle para recibir sus inspiraciones
y mociones.
Como el lugar del encuentro es el santuario del corazón, lo más íntimo
de nosotros, la oración verdadera es la oración del corazón. Es cuando
la boca o la mente habla de la plenitud del corazón (Cf Mt 12:34),
cuando nuestro tesoro está puesto en Dios (Cf Mt 6:21).
Teófanes
el Recluso, autor espiritual ruso de fines del siglo XIX, escribió lo
siguiente: “Cuando pronunciéis vuestra oración, procurad que salga del
corazón. En su verdadero sentido, la oración no es otra cosa que un
suspiro dirigido a Dios; cuando falta este impulso, no se puede hablar
de oración”. Quien anhela a Dios ya está orando aunque no lo exprese
con palabras. Por eso mismo, el corazón debe ser purificado de las
pasiones, que alejan de lo sagrado y de todo pecado, mediante la
confesión.
La
primera oración debe ser la del ofrecimiento del día y para pedir que
el Señor llene nuestros vacíos. Oración de ofrecimiento y también de
abandono a su Providencia y a su Misericordia.
Oración
es la alabanza, la acción de gracias, la petición personal y la
intercesión por otros. Oración es la vocal, la de cada Rosario que
rezamos y también la mental.
Sin
embargo, además del crecimiento de la fe, de acuerdo a este mensaje,
hay otro paralelo: el de la alegría del corazón que nos vuelve testigos
alegres, gozosos de la presencia de Dios en nuestras vidas.
Ya
en el Antiguo Testamento no faltan las exhortaciones a la alegría. En
los salmos se insta repetidamente a los fieles a alegrarse. “Adorad al
Señor con reverencia y alegraos con temblor” (Sal 2) (es decir es la
alegría no de la risa vana y fatua sino del gozo íntimo
del corazón reverente hacia Dios). “Alegraos justos en el Señor y
regocijaos” (Sal 97, 68, 33 y 32) (Joel 2:23), etc.
¡Cuánto
más a partir de la venida de nuestro Salvador, debemos alegrarnos!
Alegrarnos por la Buena Noticia que Dios se hizo hombre y no sólo
estuvo sino que permanece con nosotros. La Buena Noticia que nos dio a
la Santísima Virgen como Madre. Y que Ella está también con nosotros, y
nos viene a visitar y a acompañarnos y a exhortarnos y guiarnos hacia
la felicidad verdadera, la que no tiene fin.
Cuando
nos acercamos al Señor y acrecentamos la fe por medio de la oración y
por la fe intensificamos la vida sacramental, cuando aprendemos a
entrar en la intimidad a la que Dios nos llama, cuando, en fin, nos
abrimos a la gracia y cooperamos con ella, entonces experimentamos paz
y el gozo en el Señor y ésa es nuestra fortaleza.
P. Justo Antonio Lofeudo
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