Estamos ya acostumbrados a los mensajes en que nuestra Madre nos pide oración y la pide, simplemente, porque la oración posee primacía sobre cualquier otra cosa ya que es la manera de comunicarnos con nuestro Dios.
Al repetir sus invitaciones a la oración y la misma palabra “oren”, por tres veces, nos está indicando la persistencia que debe tener nuestra oración. Es como decirnos “no dejen de orar ni se cansen de rezar”. También, casi al principio de las apariciones, explicó que cuando nos dice “oren, oren, oren” quiere además significarnos que aumentemos la profundidad de la oración.
Que este tiempo sea para ustedes tiempo de oración personal
Si bien toda oración es agradable a Dios, con la que mayor crecemos y entramos en intimidad con Él es con la oración personal. No basta con participar de la Santa Misa, la mayor oración comunitaria ni formar parte de un grupo de oración si no tenemos momentos de oración personal. Oración comunitaria y oración personal son complementarias y se refuerzan mutuamente.
Luego agrega:
Durante el día busquen un lugar donde, en recogimiento, puedan orar con alegría
Con ello nos indica primero que la oración personal debe ser diaria y luego que debe tener su ambiente propicio, que es el recogimiento o sea el silencio y la posibilidad de no ser perturbados ni distraídos durante ese tiempo de oración.
Y dice, además, que esa oración sea “con alegría”. Es que la oración perseverante y profunda que sale del corazón es la que nos conduce a ese regocijarse en y por Dios. La alegría no es otra que la del júbilo pascual, es decir la del encuentro con Cristo Resucitado, vencedor de todo mal incluso de la muerte.
Al recogimiento interior ayudado por el silencio exterior lo favorecemos buscando un espacio donde podamos rezar tranquilos y buscando también un tiempo para hacerlo. Son tiempo y espacio consagrados a nuestro encuentro con el Señor. Tiempo y espacio que deben ser defendidos, protegidos y respetados.
En la medida de lo posible la mejor oración personal, el mejor recogimiento es frente a la Presencia real del Señor en el Santísimo Sacramento. Quien tuviere la posibilidad de acercarse a una capilla donde esté expuesto el Santísimo gran parte del día o, mejor aún, a una capilla de adoración perpetua le sería fácil encontrar el tiempo –ya que todas las horas están disponibles- para diariamente estar en oración frente al Señor.
Nunca se insistirá lo suficiente recordando que la oración personal del corazón tiene como requisito la reconciliación con Dios y con los hermanos. Debe sonar en nuestros corazones y aún en nuestros oídos las primeras palabras de la Santísima Virgen en Medjugorje: “Paz, paz, paz. Debe reinar la paz entre Dios y entre los hombres. ¡Reconcíliense!”.
La oración del corazón es también de abandono confiado en la Providencia y la Misericordia de Dios, lo que implica necesariamente despojarse de toda seguridad humana y de todo temor. Como nos enseña santa Teresa de Jesús: “Nada te turbe. Nada te espante. … quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Abandonarse a Dios es lo mismo que dejarse amar por Él.
Debemos, queridos amigos, superar la mediocridad de la oración, la rutina, el cansancio, el escepticismo, la tristeza para alcanzar esta alegría a la que somos llamados. Esta alegría que no depende de las condiciones objetivas como salud física o prosperidad sino de la conciencia de saberse amados por Dios.
La Reina de la Paz nos invita, desde la alegría, a encontrar la alegría en la oración personal de cada día. Todos de un modo u otro buscan ser felices, dichosos, estar alegres. La diferencia la hace dónde buscamos esa felicidad, por cuáles caminos y dónde finalmente la encontramos.
El camino de la oración recogida que es encuentro de nuestra intimidad con la de Dios lleva a la verdadera alegría. Como dijimos, la del júbilo pascual, de sabernos amados por Dios que se da a sí mismo y nos conduce a la vida eterna, de eterna dicha.
A ese regocijarse en el Señor, a este júbilo pascual, a este gozo íntimo del alma se oponen las tribulaciones, las preocupaciones e inquietudes por nuestro presente o por nuestro futuro cuando las cosas no van como nos gustarían que fueran, la enfermedad, las distracciones y tentaciones del mundo, la acción del demonio.
Así, cuando se pierde o viene a menos la esperanza, la alegría desaparece y deja paso a la tristeza y a la depresión. No debemos pactar con esos estados de ánimo ni con ninguna de nuestras debilidades porque lo que nosotros no podemos obtener por nuestros medios humanos, el Señor sí puede dárnoslo con su gracia. Tampoco en esos casos debemos entrar en diálogo con el diablo, es decir no alimentar dudas, incertidumbres, escepticismos sino creer. Creer en Aquél que todo lo puede y que nos ama infinitamente. Creer en su amor.
Aún en las situaciones difíciles, nuestra fe debe impedir que se quiebre la esperanza. “Que la esperanza os tenga alegres; estad firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración” (Rm 12:12), decía san Pablo a los cristianos de Roma. Vemos cómo la asiduidad en la oración, que viene de la fe, es la columna que sostiene la alegría del corazón.
Muchos otros son los pasajes bíblicos, del Antiguo y del Nuevo Testamento, que hablan de la alegría. Nuevamente san Pablo, dirigiéndose esta vez a los cristianos de Filipos, insiste diciéndoles: “Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres” (Flp 4:4). Y la razón de esa alegría era porque Cristo está cerca. También les decía que no se inquietasen por nada y que, más bien, orasen a Dios con súplicas y elevando acción de gracias. La respuesta de lo Alto será –decía el Apóstol- la paz en los corazones y en las mentes (Cf. Flp 4:5-7). Es decir, que la alegría, sustentada en la oración, debe superar toda inquietud, toda preocupación por legítima que ella sea.
La alegría del corazón, el júbilo íntimo que nos provoca el encuentro con el Señor en cada oración de profunda intimidad, en cada comunión sacramental hecha con conciencia de a Quien recibimos, viene siempre de Dios. San Ignacio, en su discernimiento de espíritus escribía: “Es propio de Dios y de sus ángeles, en sus mociones, dar una verdadera alegría y gozo espiritual, quitando las turbaciones que el enemigo induce. Es propio en cambio del enemigo combatir contra toda alegría y consuelo espiritual, trayendo razones aparentes, sutilezas y continuas falacias”. Es el demonio quien no soporta nuestra alegría y por diferentes medios procura quitárnosla.
La verdadera alegría está siempre en la verdad, la falsa alegría en la mentira, en el engaño, en la hipocresía, en el egoísmo. Buscar la alegría fuera de Dios, en el placer que puedan dar las cosas o las personas lleva al fracaso. El hedonismo, la búsqueda del placer a toda costa, acaba siendo mera ilusión y no el placer verdadero. Ese placer falso es como una anestesia que oculta el dolor pero no sana, y el mal avanza. Ese placer da dependencia (droga, sexo para poner unos ejemplos) y lleva al abismo que no tiene fondo porque cuanto más se tiene más se quiere y se termina en la angustia, en la tristeza, en el dolor y en la desesperación.
Decía una joven que se recuperaba de la droga en Nuovi Orizzonti: “Estoy convencida que los frutos que lleva la sexo-dependencia son muchos, muchos más difundidos, menos evidentes pero hasta más terribles que los de la tóxico-dependencia. Porque la tóxico-dependencia lleva sí a una muerte horrenda, pero la sexo-dependencia te empuja continuamente a herir y a recibir heridas que llevan al miedo de amar y de ser amado. Es un miedo paralizante que te hace morir por dentro, te hace estar vivo exteriormente pero muerto dentro, porque no eres más capaz de amar”.
En el contexto de la Última Cena, según el evangelio de san Juan, el Señor le dice a sus discípulos: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena” (Cf Jn 15:11). Poco antes les había exhortado a permanecer en su amor observando sus mandamientos y agregaba: “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15:12). De donde se deduce que cumplir con el mandamiento de amor, amar fuera de todo cálculo, con todo nuestro ser, es la condición para permanecer en el amor de Cristo y éste la causa de la mayor alegría, porque es la alegría del mismo Señor. Ahora nuestra Madre nos está diciendo que su alegría es llamarnos a la unión con Dios mediante la oración personal de cada día, esa oración que debe convertirse en diálogo de amor entre cada uno de nosotros con nuestro Creador y Salvador. La oración constante, cotidiana, del corazón abierto al amor de Dios y al amor a los demás es nuestra permanencia en el amor de Cristo.
Los amo y los bendigo a todos
¿Qué comentario cabe a estas palabras de nuestra amadísima Madre del Cielo? Desbordantes de dicha recibamos junto a su bendición este amor suyo que todo lo puede.
P. Justo Antonio Lofeudo
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