Autor: Pedro García, Misionero Claretiano | Fuente: Catholic.net ¡Claro que hablan los muertos!
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Todos ellos, nos están invitando: ¡Venga! ¡A no desfallecer! Que no sabéis la dicha que es vivir con Dios aquí en su gloria...
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¡Claro que hablan los muertos! |
Pasaron ya la Solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos. Pero durante el mes de noviembre, seguimos rezando por ellos y recordándolos.
Resultaría curiosa una pregunta como ésta: ¿Quién habla más alto, un vivo o un muerto?... Habría motivo para reírse con gusto si la pregunta se hiciera en serio. Porque sabemos de sobra que los únicos que hablan son los vivos, pues los muertos están bien callados en sus tumbas...
Un famoso dictador, refiriéndose a los que deseaba fueran fusilados, decía con mucha seriedad: Los muertos no hablan. Con ello quería expresar que, los que le estorbaban, permanecían callados para siempre si recibían un tiro en la nuca. Pero se equivocaba. Los muertos hablan, y con tanta o más elocuencia que los vivos.
Como se equivocaba también aquel niño, que fue después gran estadista y mártir de su patria. El papá lo encuentra una vez tumbado en tierra y apegado el oído al suelo. - Pero, ¿qué estás haciendo aquí, hijo mío?... Y el niño, muy serio y muy convencido: - Papá, quiero escuchar lo que dicen los muertos, pero no oigo ni una palabra, y esto es muy triste.
Equivocación total, en uno como en otro. Los muertos hablan, y hablan muy alto. Como hablaba elocuentemente la sangre de Abel, según nos dice la Biblia. Y el lenguaje que nos dirigen, si lo sabemos escuchar, nos hace la vida seria, es cierto, pero también estimulante, provechosa y feliz.
Si tomamos el periódico, si escuchamos el noticiero de la radio o de la televisión, nos encontramos, sin que nos falle nunca, con un muerto u otro. Si abrimos un libro de Historia, nos leeremos listas inacabables de personas que ya no están entre nosotros. Sin embargo, todos nos siguen hablando, cada uno a su manera, y del modo más convincente.
Podríamos analizar sus voces. Nos hablan con voz estimulante los héroes, los conquistadores, los libertadores... Los hombres y las mujeres grandes, que decimos. Su sólo nombre es un monumento al sacrificio, a la abnegación, a la valentía...
Ante esos gigantes de la Patria, que nos hablan con su silencio de muertos, ¿cómo puede el hombre de hoy juzgar a los politiqueros ---que es algo muy diferente de los políticos--, a los aprovechados, a los vividores del pueblo?... Todos éstos, no se atreverían ciertamente a compararse con los padres de la Patria, que la hicieron grande a base de su propio sacrificio. Los unos vivían para la Patria; los otros, ciudadanos sin escrúpulos, hacen que la Patria viva solamente para ellos. A éstos no los escucha nadie; mientras que entendemos perfectamente el lenguaje de los primeros, y nos decimos al escucharlos:
- ¡No, no ha de acabar la raza de los grandes!... Y, aunque su voz sea realmente un desafino, nos hablan también los grandes criminales, los tiranos más monstruosos, los hombres más perdidos. Porque, al ver su final desastroso, nos ponen sobre aviso, y nos dicen, si es que queremos entender su voz:
- ¡Cuidado! Que nosotros perdimos la vida, y con la vida, a Dios. No os perdáis vosotros también...
Nos hablan, finalmente, y mejor que nadie, los Santos, los hombres y mujeres más grandes de la Iglesia, de esta misma Iglesia a la cual nosotros pertenecemos.
Nos hablan los mártires, que dieron su sangre por Cristo, y nosotros sabemos responder: ¿Ellos lo dieron todo, y yo no podré dar algo?...
Nos hablan los Papas, obispos y sacerdotes, pastores eximios del Pueblo de Dios, y nosotros nos decimos: ¿Ellos han dado su vida entera por mí, por la Iglesia, y yo no puedo hacer nada por mis hermanos?...
Nos hablan misioneros ardorosos, religiosas tan entregadas, obreros heroicos, madres de familia estupendas, jóvenes sanos y niños candorosos..., y nosotros hacemos examen serio: ¿Ellos tan formidables, tan puros, tan trabajadores, tan valientes, y yo debatiéndome siempre en la medianía?...
Todos ellos, muertos ya, nos están invitando con voces clamorosas:
- ¡Venga! ¡A no desfallecer! Que no sabéis la dicha que es vivir con Dios aquí en su gloria...
Cuando en la Iglesia celebramos las fiestas de los Santos y escuchamos sus ejemplos en la predicación, oímos voces celestiales. Todos ellos nos están proclamando que murieron a la tierra pero que están vivos en el Cielo. Nos aseguran que todo pasa también para nosotros, pero que nos están esperando como compañeros de su felicidad. Y esas voces no nos engañan. Las voces de los muertos son las más sinceras.
Nosotros les hablamos ahora a ellos, y les decimos:
- Muertos que hoy venís en los periódicos y en los telediarios..., muertos de los libros de Historia..., muertos todos que descansáis en los cementerios..., ¡qué alto que habláis y qué predicadores tan elocuentes que sois todos!...
Todo este modo de hablar nuestro suena un poco a teatro. Pero no es más que la escenificación de algo que sentimos muy dentro. Es la voz del alma inmortal. Es la exteriorización del anhelo más íntimo que nos empuja a encontrarnos con Dios, con ese Dios en cuyo seno ya están los hermanos que nos han precedido en la fe....
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