Comentario
Queridos hijos, ustedes se reúnen en torno a mí y buscan su camino, buscan, buscan la verdad...
¿Quién puede hoy dudar que Medjugorje es un poderoso polo de atracción espiritual? ¿Que, como cuentan lo definía nuestro amado Juan Pablo II, es el confesonario del mundo? Sí, Medjugorje es el lugar donde -en estos treinta años- más personas han ido en busca de su razón de ser en la vida, de una nueva vida, del descubrimiento de Dios y de la verdad de la fe católica. Se cuentan por cientos de miles las conversiones del ateísmo; del indiferentismo; del gnosticismo; del ocultismo; de la pésima vida, vida de perdición, y también de otras religiones al “Dios verdadero por quien se vive”. Y ¿por obra de quién son todos estos cambios tan radicales de vida? En la respuesta está la autenticidad de las apariciones, puesto que la ejecutora de la obra divina es la Santísima Virgen María, Madre de Dios, la misma que logró hace cinco siglos atrás que –por sus apariciones- millones de indios abrazaran en México la fe verdadera.
Medjugorje es hoy el lugar de la mayor gracia de la presencia de María. Ella es la Madre de la Iglesia y por el poder de su amor y de su belleza atrae y reúne en torno a sí a sus hijos.
Desde los mismos orígenes el Creador estampó en nuestros corazones la impronta de esta Mujer, cuando dictó la sentencia de enemistad entre Ella y la Serpiente, y entre ambos linajes. Podemos decir que nosotros somos hoy la descendencia de la Mujer, que es María. Que somos de su estirpe nos es descubierto cuando acudimos a su llamado.
Ella nos llama y nosotros vamos en busca del camino comenzando nuestra peregrinación en busca de la verdad. Esa peregrinación, algunos la hemos hecho yendo físicamente a la tierra bendita de Medjugorje. Otros se enteraron por los que fueron o por otros medios y también empezaron el camino espiritual sin jamás ir a Medjugorje. Todos, eso sí, peregrinando interiormente desde las lejanías de nuestras vidas para reunirnos en torno a la Virgen Santísima.
Ya vemos qué maravilla lo que nos ha pasado. Estamos todos juntos a la Madre, la amamos, lo decimos, formamos parte de grupos de oración, nos juntamos para rezar el Rosario, acudimos a retiros, leemos algún libro de espiritualidad, asistimos a la Misa. Estamos cambiando. ¡Es una verdadera maravilla! Esto es lo que pensamos, pero, ¡atención!, podemos caer en la ilusión que estamos haciendo muchas cosas buenas y por eso avanzamos espiritualmente cuando no es tan así. Por eso, la Reina de la Paz nos advierte:
…pero olvidan lo más importante: orar correctamente. Sus labios pronuncian innumerables palabras, pero el espíritu nada siente.
¿De qué sirven tantas palabras al rezar si no se pone el corazón?. No por decir “Señor, Señor” seremos salvos. Es lo que nos dice Jesucristo: “No todo el que diga ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos” (Mt 7:21). La oración que no viene del corazón sino sólo de los labios es hueca y puede hasta ser hipócrita.
Y ¿qué decir de la oración apresurada? Si las prisas no son buenas, como dice el popular refrán, en la oración son fatales. Es experiencia común que en muchas iglesias hay fieles que, por ejemplo, rezando el Rosario parecen más bien estar en una competición de velocidad. Si hasta se pisan las palabras, pues quien dirige no terminó una parte de la oración que ya están los otros con la segunda recitándola encima. Eso no es orar correctamente. Se debe rezar pausadamente ponderando lo que se le está diciendo a Dios o a la Virgen. Lo mismo o peor suele ocurrir con la oración por excelencia: la Santa Misa.
Sus labios pronuncian innumerables palabras, pero el espíritu nada siente.
No es a fuerza de palabras que se alcanza el Cielo ni de recitar muchas devociones compulsivamente que se llega a Dios. Advertía Jesucristo a sus discípulos y nos lo dice ahora a nosotros: “no hagan como los paganos cuando oran que creen que han de ser escuchados por sus muchas palabras… Ustedes cuando recen digan así...” (Cf. Mt 6:7.9). y ahí mismo nos dio el modelo de oración y de petición, el Padrenuestro. ¡Y pensar que mucha veces los rezamos sin sopesar las palabras! Dios mira al corazón del hombre y es la voz del corazón humilde la que escucha.
No hay camino sin oración y no hay oración si no es del corazón.
Vagando en las tinieblas imaginan a Dios mismo según vuestro modo de pensar y no cómo es verdaderamente su Amor.
Cuando proyectamos sobre la imagen de Dios nuestras propias categorías humanas el resultado es que no lo entendemos. Proyectamos nuestras miserias, nuestras mezquindades y no comprendemos su amor. Proyectamos nuestros miedos y nos escandaliza el sufrimiento y nos decimos cómo puede permitirlo Dios.
Somos nosotros su imagen y no Él la nuestra. Por la falsa apropiación de la imagen de Dios en nosotros que viene, sobre todo, de nuestra falta de amor, se nos aparece como durísimo, alejado o indiferente y muchas veces implacable. Jesús nos ofreció en cambio la imagen de la parábola del Pastor que no para hasta encontrar a la oveja descarriada y la lleva sobre sus hombros con delicadeza y amor o la otra del padre misericordioso (llamada del hijo pródigo) para que viésemos a Dios como Padre lleno de ternura por sus hijos. Jesucristo no vino a ser sólo el Maestro que enseña con palabras sino con su vida, su Pasión y muerte. La noche antes de ser alzado en la cruz, a la que voluntariamente aceptó, nos dijo que quien había visto al Hijo había visto al Padre (Cf. Jn 14:9) y nos lo mostró. Desde los Evangelios Jesús nos repite con palabras y con su obra de salvación: “Así es Dios, así es mi Padre, así soy Yo, así te he amado y te amo”.
Queridos hijos, la verdadera oración proviene de la profundidad de vuestro corazón, de vuestro sufrimiento, de vuestra alegría, de vuestro pedido de perdón por los pecados.
La oración es encuentro, es acercamiento a la verdad, a la belleza; es camino a la luz que es la salvación y la vida. No se reza desde la distancia, desde la ausencia del corazón, porque eso no es oración sino flatus vocis, meros soplos de voz, palabras huecas.
Oración del corazón significa del corazón que sufre, que se alegra, que no es indiferente al sufrimiento de los demás. Oración verdadera es la del corazón que siente el peso del mal en sí, del mal que hace o puede hacer y del que está en sus pensamientos, y que siente también el peso del bien que deja de hacer. Ese corazón se abre a Dios en la oración, nada le esconde y lo busca con humildad y sinceridad.
Cuando pienso en oración del corazón, cuando leo ahora este mensaje viene a mi memoria lo que hace ya muchos años ví en un hospital de niños. Venían corriendo médicos y enfermeros con un niño muy pequeño y sus padres corrían con ellos. Acababan de llegar al hospital y se veía la urgencia en la actitud de los médicos. El niño estaba cianótico y se moría. En un momento, antes de llegar a la sala de cuidados intensivos, dejó de respirar. En ese mismo instante la madre alzó los brazos al cielo y dijo: “Padre Santo yo te alabo. Te doy gracias por el hijo que me has dado. Es tuyo, Padre Santo. Que se haga tu voluntad”. Estaba aún rezando a Dios desde su corazón quebrantado de madre cuando uno de los médicos exclamó: “¡Revive!”. Imaginé el corazón de Dios conmovido que esperaba esa oración de aquella madre y le devolvía la vida terrena a su hijo. Esa joven madre, lo supe después, era protestante, y se la veía en el hospital cuidando a su pequeño que poco a poco iba recuperando la salud.
Cuando se dan esas condiciones, es decir cuando en el sufrimiento no nos revelamos sino que acudimos al Señor sabiendo que Él sí sabe de padecer; cuando en la alegría no nos olvidamos de Él sino que le agradecemos los momentos de felicidad; cuando nos hemos inclinado al mal y hemos caído en la tentación y, en lugar de justificarnos u ocultarnos, vamos humildes a buscar que nos vuelva a alzar y le pedimos perdón por nuestros pecados; cuando, en fin, queremos emprender nueva vida o buscamos cada día ser mejores a sus ojos, entonces sí es verdadera la oración. Y cuando así se reza Dios siempre escucha y responde.
Éste es el camino que lleva al conocimiento del Dios verdadero y con ello también al de ustedes mismos, porque fueron creados a su imagen.
Esa oración, la verdadera, la del corazón, se vuelve camino correcto de búsqueda porque es el único por el que se va al encuentro con Dios y su misericordia y, por ello, a su conocimiento.
Al faltarle oración la persona se distancia de Dios porque el espíritu se apaga y pierde la luz que es la vida, la luz que es la verdad sobre Dios, sobre las cosas y sobre sí mismo. Por eso, al no tener la luz no puede apreciar sus manchas, sus pecados, el mal que comete. En cambio cuando se acerca a Dios ve todos los puntos oscuros que tiene. Ésta es la razón por la que los santos se sienten tan pecadores y los pecadores piensan que no tienen nada que confesar, nada de lo que pedirle perdón a Dios. “No tengo pecados”, dicen. Y al decirlo demuestran que no conocen a Dios y no se conocen a sí mismos. Creen ser lo que no son.
La oración los llevará al cumplimiento de mi deseo, de mi misión aquí con ustedes: la unidad en la familia de Dios.
El corazón abierto que se comunica con Dios se abre a la acción del Espíritu Santo que es ante todo Espíritu de Amor y de Unidad. Eso explica porqué de la oración nace la necesidad de ser actores de nuestra salvación e instrumentos de salvación de otros.
La Santísima Virgen vino a decirnos que sólo en Dios está la salvación, que Él es el único Salvador. Vino a reunirnos que no es un simple juntarnos sino unirnos íntimamente en Dios.
La primera unidad que recibimos en el camino de conversión, camino de oración de todos los días y de vida sacramental, es la de nosotros mismos. La conversión implica el hallarse uno mismo, el saber quién es y para qué está en esta vida. Luego, es la unidad con los demás, que pasan de la categoría de lejanos a la de próximos, por obra siempre del Espíritu.
|
¡Bendito, Alabado y Adorado sea Jesucristo en el Santísimo Sacramento del altar
|
La Virgen viene a cumplir lo que fue el profundo anhelo de su Hijo en la Última Cena, cuando orando al Padre dijo: “Ruego por ellos… para que todos sean uno. Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti...” (Cf. Jn 17:20-21).
Que todos seamos uno, unidos en santidad en torno a la Madre de Dios. Amén.
P. Justo Antonio Lofeudo
|