San Francisco de Asís y su Mariología ( 4 de octubre)
Prestamos atención a la devoción que San Francisco tuvo hacia la Santísima Virgen, a tal punto que encomendó su orden a ella.
San Francisco de Asís fue el heraldo, el pregonero de la Virgen, su caballero amante, de la que predicó mucho y escribió poco, pero, quizás, en ese poco dijo todo lo que se puede decir y predicar de la Virgen María.
Francisco contempla con estupor a María, porque ha realizado lo que él mismo desea apasionadamente: llevar siempre consigo a Jesús, convertirse en su digna morada, adorar con reconocimiento el misterio del Verbo que se hace hombre, engendrarlo en la propia vida y ofrecerlo a los hermanos….
Lo de Francisco transciende el sentimentalismo; es devoción auténtica, y es amor filial motivado por lo que es nuclear en la Virgen María: su maternidad. Esta es la motivación que explica todo lo que Francisco siente, vive y nos transmite cuando habla y cuando escribe. Dice su biógrafo Celano que «le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, y le ofrecía afectos tantos y tales como no puede expresar lengua humana. ¡Ea, abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198).
Francisco veía en María, por su condición de madre, la prolongación de la misericordia, del amor y de la omnipotencia de Jesús, su hijo y redentor nuestro. Ambos, como diría la teología posterior, fueron predestinados en un mismo decreto por el Padre para consumar la misma obra: la redención del género humano. Madre e Hijo constituyen un tándem indesglosable.
Dos fiestas eran para San Francisco objeto de particular fervor y regocijo, y para las que se preparaba con un retiro de cuarenta días de oración y ayuno: Navidad y la Asunción.
La Navidad, nos dice Celano, «la llamaba la fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (2 Cel 199). Cuando meditaba este misterio, dicen las fuentes franciscanas que lloraba de ternura y agradecimiento. Este agradecimiento lo expresa ante el Padre cuando en el capítulo 23 de la primera Regla, su “credo”, al hacer un repaso de la historia de la salvación, escribe: «Y te damos gracias porque (…) quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María» (1 R 23,3).
María es para Francisco, como no podía por menos, modelo y ejemplo. En un escrito dirigido a toda la Orden dice a los hermanos sacerdotes que celebran, reciben y administran el cuerpo del Señor: «Si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque ha llevado en su santísimo seno al Señor…, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos ese mismo cuerpo en la eucaristía!» (cf. CtaO 21).
MARÍA MADRE Y POBRE
La ejemplaridad de María es propuesta por Francisco a los hermanos en paralelo con Cristo, su hijo, en particular cuando se refiere a la santa pobreza. En la Carta a todos los fieles, después de referirse al misterio de la Encarnación, añade: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la beatísima Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Llamaba a la pobreza reina de las virtudes, «pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su Madre» (LM 7,1; cf. 2 Cel 200). En su “Testamento” a la hermana Clara le recuerda: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1-2).
San Francisco quiso ser pobre porque Cristo y su Madre fueron pobres y vivieron pobres. Amaba a los pobres y veía en ellos, con los ojos de la fe, un icono de Cristo y de su pobrísima Madre. Solía decir: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85). Francisco, que tanto amó y veneró a María por el don de su maternidad divina, se alegraba y daba también gracias por saber que, por gracia de Dios y obra del Espíritu Santo, él, y cualquier cristiano, puede ser respecto de Cristo espiritualmente lo que la Virgen fue física y biológicamente, es decir, engendrarlo por la escucha de la Palabra, llevarlo en el corazón y darlo a luz mediante las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de los otros (cf. 2CtaF 53; 1CtaF I, 10). Después de Cristo, su Madre, María, pero siempre y en todo inseparables.
FRANCISCO, UN CRUZADO DE LA TEOLOGIA MARIANA
Pocos teólogos habrán logrado hacer una síntesis tan completa de la mariología como este «intrépido caballero de la Señora», como le llama el padre Gemelli. La sabiduría de este hombre era don del Espíritu Santo. Nada de razonamientos ni abstracciones. Usó el lenguaje más sencillo, expresivo y comprensible a todos. María es la madre que engendra en su seno a Jesús, el Niño Dios, al que convierte en nuestro hermano, y al que crió con sus pechos como cualquier otra madre humana (cf. 2 Cel 199).
Al usar el santo este lenguaje tan realista, quizás haya que recordar aquí una circunstancia particular, y es la de que Francisco tiene ante sí un ambiente contaminado por la doctrina docetista del doble principio propagada por los Cátaros, quienes enseñaban que la naturaleza humana, la materia, es mala. De ser esto así, Dios no habría podido encarnarse en ella y, por tanto, la Virgen María no podía, en modo alguno, ser madre de Dios ni madre nuestra. Francisco llega aquí como un cruzado providencial de la ortodoxia entre el pueblo sencillo al que habla con su mismo lenguaje, al tiempo que en pocas palabras escritas dejó para los teólogos posteriores de su Orden el desarrollo del más completo tratado de mariología, como puede comprobarse por la historia.
Ella es santa, pero en dependencia siempre de Dios trino, que es el santísimo. Ella es madre, pero es hija y esclava; es la incomparable, pero sin dejar de ser humana; la elegida entre todas las mujeres para ser la primera Iglesia -virgen hecha iglesia-, llamada a ser madre, modelo y prototipo de la Iglesia. Ella es la que ha revestido a Dios de carne mortal -vestidura de Dios-, y se ha convertido en tienda para que el Verbo de Dios acampara entre nosotros -casa de Dios y tabernáculo de Dios-. María es pura inhabitación de la Santísima Trinidad, que la consagró con su elección y presencia antes de crear el mundo, para ser la inmaculada Madre del Verbo por obra del Espíritu Santo. ¿Qué más se puede decir de María?
EL GUSTO DE FRANCISCO POR LOS LUGARES MARIANOS
Las Fuentes franciscanas destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los lugares marianos, es decir, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Entre todas tuvo para él un especial atractivo la
ermita, restaurada con sus propias manos, de Santa María de los Angeles o de la Porciúncula.
Solía decir que tenía revelación de que la Virgen amaba aquella iglesia con predilección entre todas las construidas en su honor en todo el mundo, y por eso el santo la amaba también más que a todas, y tenía buenas razones para ello: allí recordaba y revivía su llamada evangélica; allí reunió los 12 primeros compañeros que le regaló el Señor; allí acogió a la hermana Clara cuando vino a él para consagrarse definitivamente a Dios; allí quería reunirse en capítulo para confraternizar y alegrarse con todos los hermanos.
No es de extrañar que al sentirse próximo a entregar su espíritu a Dios quisiera que le llevaran también «allí donde por mediación de la Virgen Madre de Dios había recibido el espíritu de gracia» (cfr. LM 14,3). No nos extraña, pues, que, no obstante su radical desprendimiento de todo, al referirse a la Porciúncula dijera a los hermanos: «Hijos míos, mirad que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel 106; LM 2,8).
LA PIEDAD Y AMOR MARIANOS TRASMITIDOS A SU ORDEN
La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles de la tradición cristiana, pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por la Orden y transmitida a través de los siglos con la pluma y con la palabra, y, a veces, incluso, a costa de la sangre, como ocurrió con el dogma de la Inmaculada. Desde el Capítulo General celebrado en Toledo el año 1645, la Orden se puso bajo la protección de María Inmaculada, a la que declaró Reina y Señora de toda la Familia Franciscana.
La Orden franciscana siempre ha tenido unos lazos muy especiales con la bienaventurada Virgen María, hasta el punto de ser contado entre las órdenes marianas surgidas en la Edad Media. Origen de estos lazos profundos es la experiencia espiritual de Francisco, el cual “rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. En su honor cantaba alabanzas especiales, le dirigía oraciones y le ofrecía afectos tantos y tales que ninguna lengua humana puede expresar. Mas, lo que más nos llena de gozo, es que la constituyó Abogada de la Orden y puso bajo sus alas a los hijos que estaba para dejar, para que encontrasen en ella calor y protección, hasta el final” (2Cel., 198).
Acojamos este amor y esta devoción del Seráfico Padre como una preciosa herencia, y hagamos nuestra aquella oración puesta por Tomás de Celano en boca de San Francisco: «¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» -el fin del mundo- (2 Cel 198).
SALUDO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA
El afecto y la veneración de Francisco por María se manifiestan también en el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, himno de alabanza que exalta la divina maternidad, obra de Dios, Trino y Uno:
“¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios,
María virgen hecha Iglesia,
elegida por el santísimo Padre del cielo,
consagrada por él con su santísimo Hijo amado
y el Espíritu Santo Defensor,
en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien!
¡Salve, palacio de Dios!
¡Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa suya!
¡Salve, vestidura suya!
¡Salve, esclava suya!
¡Salve, Madre suya!
y ¡salve, todas vosotras, santas virtudes,
que por la gracia e iluminación del Espíritu Santo,
sois infundidas en los corazones de los fieles,
para hacerlos de infieles, fieles a Dios!”