La trama del mal
Uno camina por los días, pasa a pie por el tiempo alegre o por el tiempo triste, suponiendo que en el accidente del vivir los hechos no podrán ser peores de lo que ya son. Se sienta en un parque, abre un libro de bolsillo y lee emocionado a algún raro, genial poeta, cuya voz hace por mil personas y, a veces, por todo un país. Aprecia con deseo a una mujer. Como ladrón la sigue por las calles a cinco metros de distancia, diciendo para sí: ¡Diablos, qué regalo, la mujer! Hace el amor bien hecho para cobrarse hoy de cualquier sinsabor que le podría ocurrir mañana y al final suspira, se queda dormido sonriendo. Sella, firma y con tinta indeleble pone su huella en la amistad, va por el mundo conociendo para saber de sí mismo un poco más. Después medita su experiencia, la une a la experiencia ajena y en las noches escribe versos, repitiéndose: “La vida es corta, la muerte es larga”. Piensa seriamente en la ceniza, pero aspira a durar y con estilo a medias silencioso, de vez en cuando ser feliz entre las cuatro paredes del mundo o de su pecho. Teje de ese modo su rutina sin saber que por donde iba o deseaba ir, iba también su enemigo encarnizado: el mal. Como lobo famélico a su presa, siguiéndonos a todo lado, por donde uno abre al desgaire su camino, sin un ápice de amor. Con paciencia, el mal urde su propia trama, y apenas llega el momento ideal a su propósito, nos acorrala. Entonces, ¿qué hacer? ¿Hacia qué lado huir escabullirse para evitar el golpe de su zarpa, la dentellada que le pondrá inicio al fin? Solo y sin nadie a la vista ni al oído, uno se queda ahí, pasmado, sin poder dar un brinco, el salto que nos aleje siquiera a dos dedos de distancia de este inválido destino de mortal.
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