
Jorge Carrera Andrade
Biografía para uso de los pájaros
Nací en el siglo de la defunción de la rosa cuando el motor ya había ahuyentado a los ángeles. Quito veía andar la última diligencia y a su paso corrían en buen orden los árboles, las cercas y las casas de las nuevas parroquias, en el umbral del campo donde las lentas vacas rumiaban el silencio y el viento espoleaba sus ligeros caballos.
Mi madre, revestida de poniente, guardó su juventud en una honda guitarra y sólo algunas tardes la mostraba a sus hijos envuelta entre la música, la luz y las palabras. Yo amaba la hidrografía de la lluvia, las amarillas pulgas del manzano y los sapos que hacían sonar dos o tres veces su gordo cascabel de palo.
Sin cesar maniobraba la gran vela del aire. Era la cordillera un litoral del cielo. La tempestad venía, y al batir del tambor cargaban sus mojados regimientos; mas, luego el sol con sus patrullas de oro restauraba la paz agraria y transparente. Yo veía a los hombres abrazar la cebada, sumergirse en el cielo unos jinetes y bajar a la costa olorosa de mangos los vagones cargados de mugidores bueyes.
El valle estaba allá con sus haciendas donde prendía el alba su reguero de gallos y al oeste la tierra donde ondeaba la caña de azúcar su pacífico banderín, y el cacao guardaba en un estuche su fortuna secreta, y ceñían, la piña su coraza de olor, la banana desnuda su túnica de seda.
Todo ha pasado ya, en sucesivo oleaje, como las vanas cifras de la espuma. Los años van sin prisa enredando sus líquenes y el recuerdo es apenas un nenúfar que asoma entre dos aguas su rostro de ahogado. La guitarra es tan sólo ataúd de canciones y se lamenta herid en la cabeza el gallo. Han emigrado todos los ángeles terrestres, hasta el ángel moreno del cacao.


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