Cuando en tus años grises, por fin, leas los versos que por ti he dejado escritos, si no huyen, humo azul, por chimeneas, o arrastra el viento, pétalos marchitos; si abres mis libros, pero no rastreas el alma que te amó, que aún te habla a gritos, ni ves la tuya, que trazó mi mano, todo cuanto escribí, lo escribí en vano.
Brevería Nº 2568
Libro
Hace tiempo, años ya, que me aprendiste, como quien cada noche, y a hurtadillas, repasa el libro lúbrico, prohibido, inductor de ansiedad y autocaricias. Volvías sobre mí, página a página, releyendo, anegando tus retinas de cada rostro en explosión convulsa, cada figura a la otra entretejida, cada gesto espontaneo o programado, cada gemido reclamando vida. Yo era el libro ilustrado que habías estudiado, por activa, por pasiva también, sin mí y conmigo, con tanto de avidez, tanto de intriga.
Pasé de ser imagen, aire, sombra, en las inescrutables galerías de tu cerebro, a ser vino de dioses, sangre roja, fluyendo enardecida por venas de cristal, brindis alzado, en conmoción de labios y rodillas.
Todas mis hojas, aunque numeradas, se abrían al azar, tan saltarinas, como dejándose llevar, bohemias, bajo el prófugo impulso de la brisa.
Pero tu percibías cada frase, cada forma, semblante, alegoría, a fuerza de estudiar, memorizadas, a fuerza de soñar, provocativas.
Y quedabas, a veces, en suspenso, nube colgada, blanca estalactita, a punto de caer…, o de romperte, ánfora frágil, caña quebradiza.
Volvías a tu libro, siempre el libro de palabras y láminas precisas, manual de caminantes para esta única senda, tuya y mía; diario de recuerdos y esperanzas, tantas cosas vividas, tantas, aunque lejanas, inmortales, porque constantemente resucitan.
Tan bien me has aprendido, que en ti llevas mi vida entera escrita.