Juan de Dios Peza
A MÉXICO
EN LAS ÚLTIMAS DESGRACIAS DE ESPAÑA
Allá del revuelto mar Tras los secos arenales, Donde sus limpios cristales Las ondas van a estrellar, Donde en lucha singular Disputando a la Fortuna Las ciudades una a una, De sus guerreros el brío, Mostraron su poderío La cruz y la media luna;
En esa tierra encantada, Que esconde, en perpetuo Abril, Las lágrimas de Boabdil En las vegas de Granada; Donde el ave enamorada Repite entre los vergeles El canto de los gomeles, Y cuelga su frágil nido Del minarete prendido Entre ojivas y caireles;
Donde soñados ultrajes Vengaron fieros zegríes, Regando los alelíes, Con sangre de abencerrajes; donde entre muros de encajes Y torres de filigrana, Lloró la hermosa sultana Amorosos sentimientos A los rítmicos acentos De una trova castellana;
Allá donde nueva luz Alumbró, limpia y serena, Sobre la morisca almena El símbolo de la cruz; En ese suelo andaluz, Cuyos cármenes hollando, Y en otro mundo soñando, Cruzaron en su corcel La magnánima Isabel Y el católico Fernando.
En esa región que encierra Tantos recuerdos de gloria; En ese altar de la Historia; En ese edén de la tierra; No el azote de la guerra Infunde duelo y pavor, Ni causa fiero dolor Que mira asombrado el mundo El negro contagio inmundo; Allí otra plaga mayor.
Surgen allí tempestades Del suelo entre las entrañas, Y vacilan las montañas, Y se arrasan las ciudades Escombros y soledades Son el cortijo y la aldea; La muerte se enseñorea, Y, en medio de tanta ruina, Se ve cual llama divina La Caridad que flamea.
Con sordo bramido el duelo Todo lo enluta y recorre; Yace la maciza torre En pedazos sobre el suelo. Salvarse forma el anhelo De los espantados seres, Y hombres, niños y mujeres Las crispadas manos juntan, Y viendo al cielo preguntan. "Dinos Dios, ¿por qué nos hieres?"
Recordando en sus delitos las bíblicas amenazas, Van por las calles y plazas Confesándolos a gritos. Los corazones precitos Se niegan a palpitar Y todos ven transformar Al golpe del terremoto, El abismo el verde soto, Y en escombros el hogar.
Se abate el pesado muro Que adornó silvestre yedra Y brotan de cada piedra Una oración y un conjuro. No hay un asilo seguro; Ciérnese el ángel del mal; Cada fosa sepulcral Abrese ante fuerza extraña, Y parece que en España Comienza el juicio final.
Y entre la nube sombría Que el denso polvo levanta, El coro terrible espanta De los gritos de agonía. Y entre aquella vocería, Con rostro desencajado, El padre busca espantado, Con ayes desgarradores El nido de sus amores, Entre escombros sepultado.
Convulsa, pálida errante, Sobre el suelo que se agita La madre se precipita Por la angustia delirante; Vuela en pos del hijo amante; El rostro al abismo asoma Lo llama llorando, y toma Por voz del hijo querido, La que acompaña al crujido De un techo que se desploma.
En repentina orfandad, Trémulas las manos tienden Los niños, que no comprenden Su espantosa soledad. Tan sólo la caridad Velará después por ellos, Curando con sus destellos su miseria y su aflicción: ¡Cómo no amarlos, si son Tan inocentes, tan bellos!
¿Qué pecho no se conmueve Ante cuadro tan sombrío, Que al corazón más bravío A contemplar no se atreve? Ante el infortunio aleve ¿Quién no es noble? ¿quién no es bueno? ¿Quién de piedad no está lleno, Cuando es la virtud mayor, Aun más que el propio dolor, Sentir el dolor ajeno?
Manda ¡oh, noble patria mía! La ofrenda de tus piedades A las hoy tristes ciudades De la hermosa Andalucía. No es favor, es hidalguía; Es deber, no vanidad. Llamen otro Caridad Estos óbolos del hombre, Tienen nombre, sólo un nombre; Se llaman Fraternidad.
Con tierno entusiasmo santo, Mezcla ¡oh patria amante y buena! Esa pena con tu pena, Ese llanto con tu llanto. Si al mirar ese quebranto, Tu triste historia repasas, Verás que angustias no escasas Pasó, entre llantos prolijos, Por amparar a tus hijos Bartolomé de las Casas.
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