
Fray Luis de León
DEL MUNDO Y SU VANIDAD
Los que tenéis en tanto la vanidad del mundanal ruïdo, cual áspide al encanto del Mágico temido, podréis tapar el contumaz oído.
Porque mi ronca musa, en lugar de cantar como solía, tristes querellas usa, y a sátira la guía del mundo la maldad y tiranía.
Escuchen mi lamento los que, cual yo, tuvieren justas quejas, que bien podrá su acento abrasar las orejas, rugar la frente y enarcar las cejas.
Mas no podrá mi lengua sus males referir, ni comprehendellos, ni sin quedar sin mengua la mayor parte dellos, aunque se vuelven lenguas mis cabellos.
Pluguiera a Dios que fuera igual a la experiencia el desengaño, que daros le pudiera, porque, si no me engaño, naciera gran provecho de mi daño.
No condeno del mundo la máquina, pues es de Dios hechura; en sus abismos fundo la presente escritura, cuya verdad el campo me asegura.
Inciertas son sus leyes, incierta su medida y su balanza, sujetos son los reyes, y el que menos alcanza, a miserable y súbita mudanza.
No hay cosa en él perfecta; en medio de la paz arde la guerra, que al alma más quieta en los abismos cierra, y de su patria celestial destierra.
Es caduco, mudable, y en sólo serlo más que peña firme; en el bien variable, porque verdad confirme y con decillo su maldad afirme.
Largas sus esperanzas y, para conseguir, el tiempo breve; penosas las mudanzas del aire, sol y nieve, que en nuestro daño el cielo airado mueve.
Con rigor enemigo las cosas entre sí todas pelean, mas el hombre consigo; contra él todas se emplean, y toda perdición suya desean.
La pobreza envidiosa, la riqueza de todos envidiada; mas ésta no reposa para ser conservada, ni puede aquélla tener gusto en nada.
La soledad huida es de los por quien fue más alabada, la trápala seguida y con sudor comprada de aquellos por quien fue menospreciada.
Es el mayor amigo espejo, día, lumbre en que nos vemos; en presencia testigo del bien que no tenemos, y en ausencia del mal que no hacemos.
Pródigo en prometernos y, en cumplir tus promesas, mundo, avaro, tus cargos y gobiernos nos enseñan bien claro que es tu mayor placer, de balde, caro.
Guay del que los procura, pues hace la prisión, a do se queda en servidumbre dura, cual gusano de seda, que en su delgada fábrica se enreda.
Porque el mejor es cargo, y muy pesado de llevar agora, y después más amargo, pues perdéis a deshora su breve gusto que sin fin se llora.
Tal es la desventura de nuestra vida, y la miseria della, que es próspera ventura nunca jamás tenella con justo sobresalto de perdella.
¿De dó, señores, nace que nadie de su estado está contento, y más le satisface al libre el casamiento, y al que es casado el libre pensamiento?
«¡Oh, dichosos tratantes!», ya quebrantado del pegado hierro, escapado denantes por acertado yerro, dice el soldado en áspero destierro,
«que pasáis vuestra vida muy libre ya de trabajosa pena, segura la comida y mucho más la cena, llena de risa y de pesar ajena».
«¡Oh, dichoso soldado!», responde el mercader del espacioso mar en alto llevado, «que gozas de reposo con presta muerte o con vencer glorioso».
El rústico villano la vida con razón invidia y ama del consulto tirano, que desde la su cama oye la voz del consultor que llama;
el cual, por la fianza del campo a la ciudad por mal llevado, llama, sin esperanza del buey y corvo arado, al ciudadano bienaventurado.
Y no sólo sujetos los hombres viven a miserias tales, que por ser más perfetos lo son todos sus males, sino también los brutos animales.
Del arado quejoso, el perezoso buey pide la silla, y el caballo brioso (mirad qué maravilla) querría más arar que no sufrilla.
Y lo que más admira, mundo cruel, de tu costumbre mala, es ver cómo el que aspira al bien, que le señala su misma inclinación, luego resbala.
Pues no tan presto llega al término por él tan deseado, cuando es de torpe y ciega voluntad despreciado, o de fortuna en tierno agraz cortado.
Bastáranos la prueba que en otros tiempos ha la muerte hecho, sin la funesta nueva, de don Juan, cuyo pecho alevemente della fue deshecho.
Con lágrimas de fuego, hasta quedar en ellas abrasado o, por lo menos, ciego, de mí serás llorado, por no ver tanto bien tan malogrado.
La rigurosa muerte, del bien de los cristianos invidiosa, rompió de un golpe fuerte la esperanza dichosa, y del infiel la pena temerosa.
Mas porque de cumplida gloria no goce —de morir tal hombre— la gente descreída, tu muerte les asombre con sólo la memoria de tu nombre.
Sientan lo que sentimos; su gloria vaya con pesar mezclada; recuérdense que vimos la mar acrecentada con su sangre vertida y no vengada.
La grave desventura del Lusitano, por su mal valiente, la soberbia bravura de su bisoña gente, desbaratada miserablemente,
siempre debe llorarse, si, como manda la razón, se llora; mas no podrá jactarse la parte vencedora, pues reyes dio por rey la gente mora.
Ansí que nuestra pena no les pudo causar perpetua gloria, pues, siendo toda llena de sangrieta memoria, no se pudo llamar buena vitoria.
Callo las otras muertes de tantos reyes en tan pocos días, cuyas fúnebres suertes fueron anatomías, que liquidar podrán las peñas frías.
Sin duda cosas tales, que en nuestro daño todas se conjuran, de venideros males muestras nos aseguran y al fin universal nos apresuran.
¡Oh, ciego desatino!, que llevas nuestras almas encantadas por áspero camino, por partes desusadas, al reino del olvido condenadas.
Sacude con presteza del leve corazón el grave sueño y la tibia pereza, que con razón desdeño, y al ejercicio aspira que te enseño.
Soy hombre piadoso de tu misma salud, que va perdida; sácala del penoso trance do está metida: evitarás la natural caída,
a la cual nos inclina la justa pena del primer bocado; mas en la rica mina del inmortal costado, muerto de amor, serás vivificado.


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