Gabriela Mistral
La casa
La mesa, hijo, está tendida en blancura quieta de nata, y en cuatro muros azulea, dando relumbres, la cerámica. Ésta es la sal, éste el aceite y al centro el Pan que casi habla. Oro más lindo que oro del Pan no está ni en fruta ni en retama, y da su olor de espiga y horno una dicha que nunca sacia. Lo partimos, hijito, juntos, con dedos duros y palma blanda, y tú lo miras asombrado de tierra negra que da flor blanca.
Baja la mano de comer, que tu madre también la baja. Los trigos, hijo, son del aire, y son del sol y de la azada; pero este Pan «cara de Dios»(*) no llega a mesas de las casas. Y si otros niños no lo tienen, mejor, mi hijo, no lo tocaras, y no tomarlo mejor sería con mano y mano avergonzadas.
Hijo, el Hambre, cara de mueca, en remolino gira las parvas, y se buscan y no se encuentran el Pan y el hambre corcovada. Para que lo halle, si ahora entra, el Pan dejemos hasta mañana; el fuego ardiendo marque la puerta, que el indio quechua nunca cerraba, ¡y miremos comer al Hambre, para dormir con cuerpo y alma!
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