Manuel Ponce
¡Ay muerte más florida!
1
Nos ha traído una lengua lejana a este puro silencio de bosque partido, en el canto de ayer que se delata en nido, en el silente nido que cantará mañana.
Callamos por la luz que se rebana, por la hoja que se ha distraído y cae. Yo estoy herido de muerte, una muerte venial y liviana.
Cuelga en la luz, cuelga en la rama vencida, en cuevas perfumadas se despeña, y en dondequiera pienso y amo, me provoca.
¡Ay, ninfa descarnada! ¡Ay, muerte más florida! Se prende una rosa, se prende una tarde pequeña en el risueño plantel de su boca.
2
Entre dos continentes amarillos y una marcha de perlas hacia dentro, asomaba su prístina palabra como semilla de su limpio mundo.
De sus labios colgaban los jardines, gozosos de su alegre despedida, y envueltos en su túnica sonora, desflecaba los iris de su lengua.
¡Oh muerte, paraíso doloroso, en tu mercadería de perfumes anda luzbel de simple mariposa!
Pero en tus sienes, que las horas hacen urna depositarla de sus mieles, no tejeré ni una sola frase.
3
Después, cuando la sangre se gloríe de haber ensortijado fieramente millares de kilómetros febriles en el pequeño huso de la estatua
y, rito silencioso el olvido, trace por último su atenta firma, para la identidad de la materia, botín de pajarillos seculares:
reducirás a polvo el argumento que tuve para hollar con pies altivos los dorados insectos de la tierra.
Pero mientras ocurren los narcisos a cegarme la fuente de los sueños, tu enigma es floreciente margarita.
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