Félix Grande
Mientras desciende el sol...
Mientras desciende el sol, lento como la muerte, observas a menudo esa calle donde está la escalera que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota la mitad de su edad; fuma y se asoma hacia la calle desviada; soríe solitario a este lado de la ventana, la famosa frontera.
Tú eres ese hombre; una hora larga llevas viendo tus propios movimientos pensando desde fuera, con piedad, las ideas que en el papel pacientemente depositas; escribiendo, como fin de una estrofa, que es muy penoso ser, así, dos veces, el pensarse pensando, la vorágine sinuosa de mirar la mirada, como un juego de niños que tortura, paraliza, envejece.
La tarde, casi enferma de tan lejana, se sumerge en la noche como un cuerpo harto ya de fatiga, en el mar, dulcemente. Cruzan aves aisladas el espacio de color indeciso y, allá al final, algunos caminantes pausados se dejan agostar por la distancia; entonces el paisaje parece un tapiz misterioso y sombrío.
Y comprendes, despacio, sin angustia, que esta tarde no tienes realidad, pues a veces la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento, desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito, y recordar, prolijamente, algunos muertos que fueron desdichados.
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