Elías Nandino
Nocturno llanto
Ese llanto invencible que brota a media noche, cuando nadie nos ve ni nuestros propios ojos pueden atestiguarlo, porque es llanto reseco, privado de su sal, desvestido de linfa, con aridez de fiebre y amargo como el humo de los remordimientos.
Ese llanto que irrumpe sin causa y sin sollozo, sin roce y sin historia, deprovisto de gota, de tibieza y caída, pero dando la sensación exacta de nacer y rodar en un cauce frío lento que invade hasta los huesos.
Ese llanto del hombre asomado al misterio que le duele en la voz, en la piel, en las venas y en el arropo oscuro de la noche que ciega su pensamiento en llamas.
Ese llanto sin lágrimas —huracán en vacío, surtidor sin derrame— que al borde de los párpados detiene sus impulsos y retona al dolor donde nace.
Ese llanto tan mío, tan de todos y ajeno, expansión comprimida de atávicas nostalgias que no alcanzan la lluvia que las hunda en la tierra para seguir por ella, en humedades hondas, persiguiendo el declive que las retorne a su raíz marina.
Ese llanto de todos acedrado en el mío, ese llanto tan mío en que fluye el de todos —agua y sal trasvasadas en angustia ambulante—, que circula enclaustrado como altura caída que anhela levantarse, y al no poder hacerlo, se retuerce en el centro de su lumbre vacía para seguir luchando contra el blindaje sordo que no puede llorarlo.
Llanto ciego que brota de la oculta resaca de una sangre viajera en su cárcel de agobio. El calor dilatado de musculares zonas que sube hasta la orilla de la flor sin corola del insomnio sediento.
Ese llanto sin llanto, percepción absoluta del íntimo goteo que al nacer se derrama nuevamente hacia dentro, porque le dieron vida lacrimales sin parto, o porque lo producen las vertientes secretas de siglos de memoria que quisieran rodarse por el salto mortal de nuestras lágrimas.
Ese llanto... ese llanto en deseo de volcarse en el llanto; esas olas de miedo, de ansiedad, de tormento que se agolpan y piden el nacer repentino de su líquida fuga.
Ese llanto sin llanto empotrado en la frente, que se muere sin agua y se bebe a sí mismo para seguir formando el manatial sin cauce que detrás de la carne presiona con su asfixia, y transforma la vida en un volcán sin cráter o alud que sin espacio se rebulle en su sitio.
Ese llanto sin llanto, ese impulso encerrado de un brotar que no puede encontrar desahogo y que vive en nosotros, comprimido, creciente, porque es llanto de hombre que no cabe en el hombre y que tiene, por fuerza, que vivir sumergido hasta el instante trágico en que la muerte hiera, y se llore fundido al corporal derrumbe.
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