José Watanabe
En el desierto de olmos
El viejo talador de espinos para carbón de palo cuelga en el dintel de su cabaña una obstinada lámpara de querosene, y sobre la arena se extiende un semicírculo de luz hospitalaria.
Este es nuestro pequeño espacio de confianza.
Más allá de la sutil frontera, en la oscuridad, nos atisba la repugnante fauna que el viejo crea, los imposibles injertos de los seres del aire y la tierra y que hoy son para su propio y vivo miedo: La imaginación trabaja sola, aun en contra.
La iguana sí es verdadera, aunque mítica. El viejo la decapita y la desangra sobre un cacharro indigno, y el perro lame la cuajarada roja como si fuera su vicio.
Rápida es olorosa la blanca carne de la iguana en la baqueta de asar. el viejo la destaza y comemos y el perro espera paciente los delicados huesos.
Impensadamente arrojo los huesos fuera de la luz y tras ellos el animal entra en el país nocturno y enemigo.
Desde la oscuridad aúlla estremecido y seguramente queriendo alcanzar entre la inestable arena con ansia nuestro pequeño espacio de confianza. Oigo entonces el reproche del viejo: deja los huesos cerca, el perro también es paisano.
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