Pablo Neruda
Testamento (I)
DEJO a los sindicatos del cobre, del carbón y del salitre mi casa junto al mar de Isla Negra. Quiero que allí reposen los maltratados hijos de mi patria, saqueada por hachas y traidores, desbaratada en su sagrada sangre, consumida en volcánicos harapos.
Quiero que al limpio amor que recorriera mi dominio, descansen los cansados, se sienten a mi mesa los oscuros, duerman sobre mi cama los heridos.
Hermano, ésta es mi casa, entra en el mundo de flor marina y piedra constelada que levanté luchando en mi pobreza. Aquí nació el sonido en mi ventana como en una creciente caracola y luego estableció sus latitudes en mi desordenada geología.
Tu vienes de abrasados corredores, de túneles mordidos por el odio, por el salto sulfúrico del viento: aquí tienes la paz que te destino, agua y espacio de mi oceanía.
Testamento (II)
DEJO mis viejos libros, recogidos en rincones del mundo, venerados en su tipografía majestuosa, a los nuevos poetas de América, a los que un día hilarán en el ronco telar interrumpido las significaciones de mañana.
Ellos habrán nacido cuando el agreste puño de leñadores muertos y mineros haya dado una vida innumerable para limpiar la catedral torcida, el grano desquiciado, el filamento que enredó nuestras ávidas llanuras. Toquen ellos infierno, este pasado que aplastó los diamantes, y defiendan los mundos cereales de su canto, lo que nació en el árbol del martirio.
Sobre los huesos de caciques, lejos de nuestra herencia traicionada, en pleno aire de pueblos que caminan solos, ellos van a poblar el estatuto de un largo sufrimiento victorioso.
Que amen como yo amé mi Manrique, mi Góngora, mi Garcilaso, mi Quevedo: fueron titánicos guardianes, armaduras de platino y nevada transparencia, que me enseñaron el rigor, y busquen en mi Lautréamont viejos lamentos entre pestilenciales agonías. Que en Maiakovsky vean cómo ascendió la estrella y cómo de sus rayos nacieron las espigas.
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