Hugo Lindo
Canto XXI
Todo el dolor te navegaba por la sangre. Un río largo descendía por la historia hasta llegar a tu lugar preciso.
La sombra iba nadando sobre el río. El aire le pasaba la mano suavemente.
Y los sauces lloraban siglo a siglo sus hojas, su rocío, su ternura, para amparar la soledad del hombre.
Pero era menester que te agobiara la carga de los días.
Que la noche se te echara en el alma y te mordiera.
Que la razón del mundo y su pregunta se te enroscaran en la voz. Que el vino fuera vinagre ya en las comisuras.
Y era indispensable el fuego de los ojos la sal atroz, madrina de su brillo.
Y la espina del paso. Y la aterida mordida del invierno en la piel tensa.
Sin eso no serías el hallazgo, la flor abierta al ámbito del día, la mano recia ni la mano dulce.
Sin eso, simplemente, te hallarías mineral, vegetal, seco, vacío, rondando apenas el envés del mundo.
La rosa se te dió, gloria en la vista, miel del olfato, levedad del tacto, porque lloraste encima de sus brotes.
La luz se te otorgó porque venías silencioso y sangrante por el túnel.
La vida misma circuló en tus venas porque es rojo el color de los suplicios.
Y el amor llegó a ti, quedó en tu casa, echó raíces y engendró milagros, porque venía ya de otras edades en tu propio dolor, tu propio tiempo, tu propio río, en fin, tu propia historia.
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