Gerardo Guinea Diez
Ser ante los ojos (Al amanecer VI)
El niño está feliz, las manos de su madre, tibias, calientitas, lo llevan por los rumbos nuevos del país de los espejos, ella se come por él todo el dolor, toda la angustia, toda la nostalgia que ronda por la geografía de cristal. Su felicidad es grande, tanto como el espejo donde ahora se ve hombre y ve a su madre y ve sus manos, y ve cómo lo salvó de la desdicha y la desmemoria. El niño se suelta de la mano de su madre. Corre, corre. Vive abril como si fuera un año. Vive agosto como si fuera un amor y no un desengaño; corre hasta el final del patio, hasta el límite de los geranios y se vuelve a ver, y otra vez, el hombre viéndose niño desde el otro lado, desde la otra frontera del tiempo, desde sí mismo, viéndose hacia adentro, ignorando la estafa y la mentira, desconociendo qué sucede en la otra cara del espejo, esa, que es región de alumbramientos y abortos, esa que suena en los tejados en los días de toque de queda, en las láminas de los techos, maltratadas por los cateos masivos de la Judicial o por las rondas del Ejército que aplanan el suelo con su letanía circular.
El niño —ya no tanto— no sueña, no está despierto, simplemente está, ahí, está. Escucha la radio, Morrison le profetiza una senda de tormentas y jinetes desbocados. El niño —ahora niño— no sabe por qué confunde a Churchill con Curruchiche, y a Árbenz con un demonio que amenaza los planes de prosperidad.
El hombre, entonces, entiende un poco del naufragio. Todos han desahuciado a los fetiches que deambulan a lo largo de los años. En cualquier esquina, en un balcón, en los cumpleaños, en las pesadillas, en los muertos, ¡ah! ésos, los innombrables, los de comisiones de esclarecimiento, los que todos, absolutamente todos, intentan desesperadamente olvidar.
Como la película de Herzog, cada uno lleva su barco a buen recaudo, a la orilla más clara, más quieta y cada uno deposita su carga de cadáveres en esa orilla, l |