Jaime Augusto Shelley
Anacusia
Escribía sobre el amor, ¡Como si no tuviera otras que decir, más importantes! Sobre cosas que pasan, sobre miasmas de siempre, acerca de pólipos y amibas, y eso —sobre el amor—. Caía sobre de ello, sobre de ellas tres, hembras de mi alquimia. Escribía sobre ti, yo mismo y otra. Escribía sobre de ésa permanente en la tierra, y ésta, la acullá, misántropa de seno en seno que me anida. O sea que arrebujado, adjetival, casi amante, increpaba contra todas las madres.
Y nadie, en realidad. Ni aquélla, llena de bríos por la tarde. Estoy de madrugada, mar que abate huesos tibios y arde la ciudad de antropofagia, quema su habano de ira dominguera, su mezcal de balaustradas, cuando teñida y desbordada silueta de mi hambre, doblo la esquina ambigua de mi lecho. Porque abrasaba y el sol gemía con lentitud de un tampax atrapado en el clamor del sueño. Un cactus casi diurno henchía mi lecho pero volví, perdóname, y hablé para quien se dirige a una nube o a un perro, es decir, triple a mí, amurallado en momentos de intensa pesadumbre.
Mis uñas iban y venían comidas por la lepra de las obligaciones invocando a la madre de Stalin y a sus sucesoras, gallinas de los huevos de oro, ásperas hembras sordomudas, solemnes y férreas, nunca acogedoras, cuando ese hombre, lleno de pelos y mirada sombría, se metió en mi casa.
No esperaba ser correspondido, y sin embargo, colérico de toda su ternura, arrastró un piano (no vamos a caber, pensé yo), sacó un violín y un chelo, oye, aguarda, Ludwig —le dije—, déjame despellejar este instante. Sus manos se impacientaban esquirladas por algo de la rigidez de siempre, pero quiso sonreír. —Ibas a hablarme del amor— tornó, cuando yo clamaba, figúrense nomás, por la madre de Gorki. Él se movía por la casa, redentor de tránsitos, espiando las primeras fotos de mi argucia, erizado padre que quisiera debatir su sueño conmigo. Libró un acorde o dos, apenas audible, sobre las teclas: —son unas putas, todas— murmuró; —cuánto debes amar— dije para conciliar. Y ya no respondió porque juntos escuchábamos (esa dificultad para empezar) el roce de la luz contra su cuerpo. —No te conozco— pensé, tocándola. Ella sonrió, bellísima, quitándose el suéter, agitando crines, con un salto feliz hacia la cama. Besé con impaciencia sus labios, la desnudé: era, como todos los días, mi mujer.
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