Pablo García Baena
Amantes
El que todo lo ama con las manos despierta la caricia de las cítaras, siente el silencio y su pesada carne fluyendo como ungüento entre los dedos, lame la lenta lengua de sus manos el hueso de la tarde y sus sortijas se enredan en el ave adormecida del viento. Labra en mármoles de humo el cuerpo palpitante del abrazo extenuado cual cervato agónico, y con el pico frío de sus uñas monda la oliva efímera del beso. El que se ama solo, el que se sueña bajo el deseo blanco de las sábanas, el que llora por sí, el que se pierde tras espejos de lluvia y el que busca su boca cuando bebe el don del vino, el que sorbe en la axila de la rosa la pereza oferente de sus hombros, el que encuentra los muslos del aljibe contra sus muslos, como un saurio verde sobre el mármol desnudo e inviolado, ese que pisa, sombra, desdeñoso el pavimento de las madrugadas. El que ama un instante, peregrino voluble, de flauta hasta los labios, de la trenza al citiso, de los cisnes a la garganta, de la perla al párpado, de la cintura al ágata, del paje a la calandria y tras él, silente va talando el olvido de las mieses altas, tirso áureos de espigas, leves brotes, todo un bosque confuso de recuerdos, y él va cantando, ruiseñor nocturno, capricho y galanía, bajo la luna. Y el que besa llorando y el que sólo sabe ofrecer y aquel que cubre el pecho, para no amar, de oscuro arnés, sonrisa y un gerifalte lleva silencioso devorando su corazón de gules. Todos, la noche maga con su rezo los enloquece, clava en sus pupilas el helor de su vaga nieve negra, les da a beber rencor entre sus manos, los hurta en el arzón de sus corceles, los trae y los lleva como mar en cólera, coronadas las olas de sollozos, de cabelleras náufragas, de sangre, y los devuelve dulces, poseídos, hasta la playa bruna y solitaria.
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