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En
cierta ocasión, el semáforo que se encuentra en la zaragozana Plaza de
España hizo una cosa extraña. Sin que nadie interviniera, todas sus
señales se tiñeron de azul. La gente no sabía qué hacer: "¿Cruzamos, no
cruzamos? ¿Se puede pasar o hay que esperar?". Sus grandes
indicadores daban siempre y en todas las direcciones la misma enigmática
señal azul, de un azul tan limpio como nunca lo había contemplado en el
cielo el pueblo de Zaragoza. Cansados de tanto esperar, los
conductores tocaban sus estrepitosas bocinas, los motoristas hacían
vibrar los tubos de escape, los peatones más presumidos amenazaban: "¡Usted no sabe quién soy yo!" En cambio, los más tranquilos y graciosos se divertían con chascarrillos: "El verde se lo habrá llevado el alcalde a su chalé de la sierra…" "¡Pues con el rojo piensa pintar los peces del parque!" "¿A qué no sabe usted lo que quiere hacer con el amarillo? ¡Lo piensa echar en el aceite de oliva para darle color…" Llegó
un guardia urbano, fue al centro de la calle y se puso a regular el
tráfico. Otro abrió el cuadro de mandos y, ni corto ni perezoso, quitó
la corriente. "¡Pobrecitos! ¡Y yo que les había dado "vía
libre" para el cielo!…", suspiró compasivo el semáforo. "Si me hubieran
entendido, ahora estarían volando. ¡Quizás les ha faltado valor!"
(DE UNA AMIGA)
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