Cuentan que había una vez un señor
que padecía lo peor que le puede pasar a un ser humano:
su hijo había muerto.
Desde la muerte y durante años no podía dormir. Lloraba y lloraba
hasta que amanecía. Una noche, mientras dormía se le apareció un ángel y le dijo:
- Basta ya de llorar.
- Es que no puedo soportar la idea de no verlo nunca más.
El ángel le respondió:
- ¿Lo quieres ver?
El hombre lógicamente responde afirmativamente.
Entonces el ángel lo agarró de la mano y lo subió al cielo.
- Ahora lo vas a ver, quédate acá.
Por una acera enorme empiezan a pasar un montón de niños,
vestidos como angelitos, con alitas blancas y
una vela encendida entre las manos. El hombre dice:
- ¿Quiénes son?
Y el ángel le responde:
- Éstos son los niños que han muerto en estos años
y todos los días hacen este paseo con nosotros, porque son puros.
- ¿Mi hijo está entre ellos?
- Sí, ahora lo vas a ver.
Y pasan cientos y cientos de niños.
- Ahí viene, le avisa el ángel.
El hombre lo ve. ¡Radiante!, como lo recordaba.
Pero hay algo que lo conmueve:
entre todos es el único niño que tiene la vela apagada,
y él siente una enorme pena y una terrible congoja por su hijo.
En ese momento el niño lo ve, viene corriendo y se abraza a él.
El padre abraza a su hijo con fuerza y le dice:
- Hijo, ¿por qué tu vela no tiene luz?
¿No encienden tu vela como a los demás?.
- Sí papá, cada mañana encienden mi vela igual que la de los demás
niños. Pero, ¿sabes qué pasa papá? Cada noche tus lágrimas apagan la mía.
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