María Antonieta Solórzano
La forma en que enfrentamos los conflictos
habla tan claro acerca de nuestro verdadero ser,
como el mapa genético del cuerpo físico.
Nada que revele mejor nuestro estilo de convivencia
que observar si, en medio de una situación conflictiva,
surge desde nuestro interior una fiera indómita o un maestro sereno.
Para bien o para mal, esta diferencia
será importante en la calidad de vida presente
y futura de los que nos rodean, ya sea nuestra familia,
colegas de trabajo o, incluso, si somos líderes y
tenemos nuestros seguidores.
¿Será que para el bien de nuestra familia y la sociedad
podemos aprender a convertir
los conflictos en oportunidades de crecimiento?
Resulta que nuestras creencias culturales nos llevan a suponer
que la presencia del conflicto es el “verdadero problema”
y a reaccionar frente a éste como si el peligro estuviera allí mismo.
En el ámbito familiar no es raro que la madre
o el padre de una adolescente de 13 años que se empecina
en salir hasta altas horas de la noche, se asuste.
No sabe cómo conservar la relación con su hija,
ayudarla a crecer y, al mismo tiempo,
cuidarla frente a peligros potenciales.
Entonces, al abordar la difícil circunstancia,
es posible que termine gritando,
exagerando e incluso mintiendo acerca de los reales peligros
y tomando medidas de protección a la brava.
En la vida social tampoco es raro ver que un líder cuando
siente cuestionado su prestigio se asuste
y considere que la mejor defensa es el ataque.
Y así, se lleva por delante el prestigio de otros,
las instituciones o, incluso, puede llegar a declarar guerras
que comprometen el destino de muchos inocentes.
Ocurre que al asustarnos convertimos las diferencias en conflictos
y a éstos en guerras simbólicas o combates.
Al elegir la medición de fuerzas como camino de solución,
la agresión ayuda a definir un vencedor, a conseguir
lo que uno quiere, a proponer los propios objetivos
y metas como lo más importante, aunque para ello
tenga que pasar por encima de quien sea.
En síntesis, el miedo hace que nos equivoquemos
con todas las consecuencias personales o sociales que ello implica.
Si, al contrario, pensamos que el conflicto es natural a la vida
y necesario al desarrollo personal y social,
podemos activar toda la creatividad que permita
convertirlo en oportunidad para explorar lo desconocido,
lo que no ha ocurrido antes.
El manejo inteligente y sabio del conflicto requiere
aceptar el conflicto como inherente al crecimiento individual
y social y asumir la responsabilidad de solucionarlo
antes que la de evitarlo o suprimirlo.