El gato negro de Julia de Asensi
Dos gatitos, nada más, había tenido la gata de
Doña Casimira Vallejo, y ya habían pedido
a la citada señora nada menos que
catorce. Y es que los gatitos eran
completamente negros, y sabido
es que hay muchas personas que creen
que aquéllos traen la felicidad a las casas.
De buena gana Doña Casimira no
se hubiera desprendido de aquellos
dos hijos de su Sultana; pero su esposo
le había declarado que no quería
mas gatos en su vivienda, y
la buena señora tuvo que resignarse
a regalarlos el día mismo que cumplieran dos meses.
Mucho tiempo estuvo pensando dónde
quedarían mejor colocados; el vecino
del piso bajo perdía muchos gatos y
no faltaba quien sospechase que se
los comía; el tendero de entrente los
dejaba salir a la calle y se los robaban;
la vieja del cuarto entresuelo era muy
económica y no les daba de comer;
el cura tenía un perro que asustaba a
los animalitos; y así, de uno en otro,
resultó que los catorce pedidos se redujeron
para Doña Casimira solamente
a dos, casualmente el número
de gatos que tenía. Aún así, no acabaron sus cavilaciones.
Moro, el más hermoso y más grave
de los dos gatitos, convendría mejor a
Doña Carlota, la vecina del tercero
de la izquierda, que tenía una hija
muy juiciosa a pesar de sus cortos a
ños; pero Fígaro (así nombrado por
el marido de Doña Casimira por haberle
hallado un día jugando con su guitarra,
cuyas cuerdas sonaban no muy
armoniosamente)... Fígaro, que, según
decían, tenía una vaga semejanza con
el barbero del número 8 de aquella calle,
por lo que había merecido dos veces
ser llamado de aquella manera,
no estaría del todo bien en casa de don Serafín,
cuyos niños eran muy revoltosos y
trataban con dureza a los animales.
Pero al cabo, como el tiempo urgía,
Morito fue entregado a Doña Carlota y Fígaro a Don Serafín.
Ambos fueron adornados con collares
rojos y cascabeles, y Blanca, la niña de
la viuda, y Alejandro y Pepita, hijos
del cacallero, que también era vecino
de Doña Casimira, habitando en el
otro tercero, no dudaron ya que en sus
moradas todo sería bienestar y
ventura con haber llevado a ellas a los dos gatitos.
Al pronto la casualidad vino a confirmar
aquella idea: Doña Carlota ganó un premio
a la lotería y D. Serafín, que estaba cesante,
fue colocado con doce mil reales en un Ministerio.
-¡El gato negro! -exclamaban los chicos.
-¡El gato negro!
Lo que no impedía que Alejandro y
Pepita maltratasen al pobre Fígaro,
que, cuando podía, se vengaba de ellos
clavando en sus manos los dientes o
las uñas; pero como era tan pequeño no les hacía gran daño.
En cambio Morito pasaba los días
en la falda de su joven ama y las
noches en un colchoncito muy blando
que hizo Blanca para el gato en cuanto
se lo dieron. Demostraba él su contento
con ese ronquido acompasado que
en los gatos es indicio de felicidad
completa, y es seguro que si hubiese
sabido hablar no hubiera dejado
de decir a Doña Casimira que no
podía haberle proporcionado una casa mejor.
A los dos meses de estar Fígaro
con Don Serafín, todo cambió en
la morada de éste: Alejandro estuvo
gravemente enfermo con una erupción,
su padre se quedó cojo de una caída,
una criada le robó los cubiertos, y Pepita
no cesaba de perder, ya pendientes, ya pañuelos, ya muñecas.
-¡Vaya una suerte que nos ha traído el gato
negro! -decían mirándole con rabia.
En cambio Blanca estaba cada día
mejor de salud, le regalaban
muchos juguetes y parecía que
la prosperidad había entrado en su casa con Morito.
Hablando un día D. Serafín con la vecina
del piso entresuelo, delante de los dos
niños, en tono de burla, de la felicidad
que les había llevado el gato negro, la señora le dijo:
-Hay dos clases de gatos negros:
unos que dan la ventura y otros que
la quitan. Aunque hijos de la misma gata,
es fácil que Moro sea un gato de
los buenos y Fígaro de los malos.
Usted, amigo mío, ha tenido
la mala suerte, mereciéndola mejor que Doña Carlota.
Alejandro se quedó muy preocupado
al oír aquello, y Pepita más.
A los dos se les ocurrió lo mismo:
puesto que los gatos eran iguales,
¿por qué no los habían de cambiar?
Había en la casa un patio muy pequeño
al que daban las cocinas de Doña Carlota
y D. Serafín, viniendo las ventanas
una enfrente de otra. Por allí se habían
asomado muchas veces los vecinitos
Alejandro y su hermana para hacer
muecas a Blanca, y ésta para enseñarles
sus juguete. El niño, que era muy malo,
dijo a Pepita que se fingiera amiga de
la hija de Doña Carlota para entrar en
la casa más fácilmente y coger al gato,
a lo que ella se prestó gustosa
porque ya miraba a Fígaro con horror.
Aquello fue muy fácil: Blanca,
con permiso de su madre,
convidó varias veces a Pepita a
almorzar con ella. Las niñas
jugaban juntas y salían también a paseo.
Aprovechando una de estas salidas,
fue Alejandro un día a casa
de Doña Carlota y dijo a la criada,
que sin desconfianza le hizo pasar,
que iba a esperar la vuelta de su
hermana porque tenía un recado urgente que darle.
La criada se volvió a la cocina,
y entretanto el niño pasó al comedor,
donde dormía el gato junto al brasero,
y cogió a Moro, que no opuso la menor
resistencia porque era muy manso.
Llegó a la antesala, dejó abierta la puerta
y, entrando en su casa, encerró
al gato en su habitación y llevó a
Fígaro al comedor de al lado.
Pero si era fácil que confundieran a
los dos gatos, no podía evitarse que
ellos extrañasen cuanto les rodeaba;
así es que Fígaro fue enseguida a
esconderse debajo del aparador para que nadie le viera.
Cuando Doña Carlota volvió de paseo
con las niñas, lo primero que hizo Blanca
fue llamar a Morito;
pero el gato no salió como de costumbre.
-No sé qué le pasa hoy a Moro
-dijo Alejandro-; está debajo del armario
y gruñe cuando se le quiere sacar de su escondite.
-Habrá algún ratón -dijo Doña Carlota.
Pepita y su hermano se marcharon,
diciendo que al
día siguiente no podrían volver
porque esperaban a un pariente que venía de fuera.
Y aguardaron las venturas
que el nuevo gato había de llevar a la casa.
Pero la mala suerte no se
interrumpía. Como
D. Serafín, a causa de la
pierna rota, había dejado
de ir a la oficina, ocurrió
que por la noche le llevaron
la cesantía. Mas los niños dijeron
que aquello se había firmado
cuando aún estaba en la casa Fígaro.
Así pasaron unos días, sin que Pepita
y Alejandro hubieran ido a ver a Blanca.
Los gatos salían ya a comer, pero no se dejaban tocar todavía.
Un sábado estaban limpiando
las cocinas en ambas casas. Fígaro,
en la de Doña Carlota, se asomó
a la ventana y reconoció,
no sin asombro, a la criada de
D. Serafín, que antes le daba carne cruda todas las mañanas.
-Aquella sí que es mi casa
-debió decirse-, pero
se quedó un tanto parado
al ver un gato igual a él en el cuarto de enfrente.
En cuanto al Morito, miraba
aquellas cacerolas tan relucientes,
aquellos platos blancos con flores
de colores donde le servían la leche,
y hasta veía sus dos cazuelas, que la
cocinera acababa de fregar,
lo mismo que cuando comía él.
-Allí vivía yo -pensó
sin duda-; y por cierto que estaba mejor que aquí.
La criada de Doña Carlota empezó
a llamarle: él se refregaba contra
la ventana y hacía mil demostraciones de júbilo.
Al fin Fígaro miró al patio y pareció
medir la distancia que le separaba
de la ventana vecina. Moro lo
comprendió y, sin reflexionar,
dio un gran salto, cayendo
aturdido a los pies de la cocinera de Blanca.
-Este sí que es mi gato -decía
la buena mujer acariciándole-
. Bien sospechaba yo que aquí
había ocurrido alguna cosa.
Esos infames chicos de al lado son los culpables.
Entretanto Fígaro habla
saltado también; pero como
la criada de D. Serafín había
salido de la cocina para abrir la
puerta de la calle, porque
acababan de llamar,
no se enteró de aquel cambio de gatos.
Alejandro y Pepita siguieron
creyendo que
Moro estaba en su casa y Fígaro en el otro tercero.
Mas las desdichas
continuaban y no sabían a qué achacarlas ya.
Con este motivo Fígaro llevaba
algunas palizas diarias,
y el gato, que era reflexivo,
pensó que le tendría más
cuenta volverse a la casa de
al lado. Era fácil saltar
por el mismo camino;
pero ¡ay! el pobre gato
midió mal la distancia y fue
a parar a una tabla,
donde Doña Casimira
ponía el botijo para que
se refrescase el agua, lastimándose un poco.
Fígaro conservaba un vago
recuerdo de aquella casa, en
la que había pasado sus primeros
meses, y allí fue recibido
con entusiasmo para reemplazar
a Sultana que acababa de morir en los brazos de su dueña.
¿Llevó Fígaro la desgracia a su nueva
morada? No por cierto. Doña Casimira
continuó, como antes, siendo
la mujer más afortunada
de la tierra, como lo eran Doña Carlota y Blanca.
Don Serafín murió, dejando
sus hijos a cargo de un
pariente, que les encerró
en colegios a fin de que cambiaran
su mala condición; y los niños,
pensando en que ya no tenían
el gato negro, llegaron a
convencerse de que éste
no llevaba la buena ni la
mala suerte, sino que la desgracia
estaba en ellos, que realmente no merecían otra cosa.
Así, un día que fueron a visitar
a Doña Casimira, dieron
a Fígaro bizcochos y queso,
que el gato se comió
demostrándoles después su gratitud con un arañazo.
Su nueva dueña dedujo
que Fígaro había
reconocido a Alejandro
y a Pepita: era un gato muy inteligente.
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