Bien sabemos que el cielo y el infierno son dos caras de la misma moneda y responden al estado mental con que nos identificamos según las situaciones que se presentan a diario.
Durante generaciones fuimos criados con la imagen de un Dios de barba blanca en el cielo, y un diablo con cuernos y tridentes en el infierno, y así crecimos y creímos que entre esas dos opciones se desplazaría nuestra vida y nuestra muerte.
La más aberrante de las informaciones que nos dio la sociedad fue esa. Creer en un Dios fuera de nosotros, y en su contraparte, un diablo aun más temible. Eso nos hizo buscar allí en las nubes o donde fuera, la clemencia de un Dios benéfico, que nos salvase de las garras de un demonio malicioso. La desmesura llegó incluso a atribuirle a Dios dureza en sus rasgos o una predisposición a castigarnos por nuestros pecados y culpas.
Lo que limita toda esta historia a una complicidad entre Dios y el diablo, jugándose a las cartas el destino de los humanos, que una vez comida la manzana caímos irremediablemente en este valle de lagrimas, lejos del jardín del Edén y a pocos metros del infierno tan temido.
¿Qué es el cielo?
¿No será el estado de dicha que da la calma mental? ¿La certeza de saber quienes somos realmente, sin necesidad de dioses que se compadezcan y de diablos que nos castiguen?
¿No será el cielo, el eterno presente en el cual nos fundimos, cuando no hay mas agobio del pasado, ni miedo al futuro?
¿No será el cielo, esta respiración que nos conecta con el universo y nos hace trascender los limites de la mente y el cuerpo?
¿No será el cielo, la sensación cálida en el pecho, que podemos experimentar ya mismo, amando, amando y amando, todo lo que existe, y que es claramente otra manifestación de nosotros mismos?
¿Qué es el infierno?
El miedo que nos aleja de saber y vivir nuestra verdad, aquí y ahora.
La prisión de creer que este cuerpo es real, único, y comprobar como lo estamos perdiendo hasta con un suspiro.
La mente que cree que lo que hay afuera esta separado de ella y genera conflicto, tensión y dualidad, fabricando fantasías de apego, duda y temor.
El rencor por aquel que piensa diferente, el odio que causa la división por partidos, grupos y creencias, la soledad de la mente limitada que vive esperando que los demás llenen nuestra vida, sin hacernos cargo de nuestra plenitud de una vez por todas.
No será el infierno, el sufrimiento y el cielo, el estado de dicha, que estamos viviendo aquí y ahora, ya mismo.
El cielo y el infierno son el estado mental en el que estamos vibrando.
Tantas veces por día pasamos del cielo al infierno, con paradas cortísimas, en paraísos y purgatorios.
¿No es hora de vivir un estado de gracia continua que no dependa de la batalla que libran en nuestra mente dioses y demonios?
¿Podemos quitarnos ya mismo el diablito interno, hacerle un guiño compasivo, y sacarlo de nuestra experiencia?
¿Podemos decidirnos a asumir el Dios que siempre fuimos y no nos atrevimos a reconocer?
¿Podemos dejar el cielo y el infierno, para las telenovelas de aquellos que siguen prisioneros de los personajes que interpretan, y no quieren reconocer que el autor divino de todas esas historias está en nosotros?
Somos dioses. Sepámoslo. Vivamos como tales.
Gracias por existir
Claudio María Domínguez