Los frescos de Botticelli arrancados a la Villa de Lemmi, la Victoria de Samotracia, con las alas unidas por alambres y una estaca de acero entre las nalgas: trofeos de guerra, pasto para la codicia de los reyes. El saqueo. Ticiano, el Veronés, el Bosco, el sarcófago asirio, las urnas de granito y madera policroma en donde están las momias de Ramsés o Nefertiti, la estela funeraria de Aristóteles, los códices mixtecos, el penacho falso tal vez de Moctezuma, los caballos de bronce de San Marcos, la virgen negra de Constantinopla: el saqueo, el saqueo. Arrebatados de páramos, de selvas, de templos, de palacios, de países, de pueblos, de naciones. Los botines de guerra, las limpias compras de los mercaderes. Como si el oro abstracto, el billete crujiente fueran iguales a La Piedad o a la inflexión precisa de la sombra en un caballo de Picasso. ¿Qué podría remplazar una pierna perdida? ¿Qué moneda podría ofrecernos otra vez la estela maya que un avión extranjero llevó a Texas? No tiene precio el ojo, ni la máscara turquesa, ni el coyote emplumado, ni Monalisa astuta. Más que el oro valen su instante irrepetible, su columna de gracia, sangre exacta, detenida, y perfecta.
El dolor, el dolor. Egipto, Grecia, México, congelados aquí, ante el azoro de los visitantes.
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