No es que me dé vergüenza recordarlo.
Ahí viene mi padre poniendo en orden
las herramientas antes de fabricarme.
Siempre tan exagerado para sus cosas:
asegurando a sus amigos que mascaría
el mar o desclavaría las estrellas
para hacer mellizos
en menos que canta un gallo.
El día que llegó dispuesto
a emprender la hazaña
le trajo un regalo a mi mamá.
Eran flores de papel y ella movía
sus grandes ojos donde nadaba libremente
el resto del mundo.
Entonces mi papá la tomó de la mano
y yo escuchando
tiritando a la intemperie
con mi cargamento alerta
de huesos y ojos alrededor.
Todo es posible. Escoger a ciegas
el destino de 100 años, pedir un capricho
mientras
se derrumban las galaxias,
borrar siempre un nombre en la arena,
sentir como el rocío
la primera tibieza de la vida
y golpear una puerta y ser recibido
como después de un largo viaje.
Luego escuché el disparo inicial.
Se pusieron a levantar mis cimientos.
Mi padre moviendo el barro como si fuera
el sencillo pan del Universo
y mi madre llorando y sufriendo
sabiendo de antemano todos los dolores
de cabeza que le iba a ocasionar
tan pronto como naciera.
Y tal como lo predijo, así no más fue