Triunfar en la vida no significa lograr ser más famosos, ricos y poderosos que los demás, como a menudo se cree. El éxito se puede alcanzar en diferentes ámbitos. Uno es aquel en el que lo que lo otorga es el poder económico, la belleza física, la posición social... aquello que nos honre con el reconocimiento público. Destacarse por cualquiera de estos motivos satisface la necesidad de sentirnos importantes en el mundo material, aquel en el que los perdedores son muchos y los ganadores pocos.
Hay un ámbito en nuestra vida en el que la felicidad y los éxitos no son tan evidentes pero sí perdurables y profundos. Es el mundo de lo espiritual, aquel en el que las personas se destacan por su bondad y no por su competitividad, se ocupan de servir más que de ganar, se centran en proporcionar afecto y bienestar a sus semejantes, en lugar de dedicarse a descubrir las debilidades de sus contendores para derrotarlos, o las flaquezas de sus servidores para explotarlos.
En el ámbito espiritual hay muchos más ganadores que perdedores y satisface nuestra necesidad existencial de servir y aportar. No es producto de ser inteligente, ni de tener mucho, sino de saber dónde está el bien y estar dispuestos a hacerlo.
Para triunfar en el mundo exterior hay que gustar, ser atractivos, ganar buen dinero para aventajar a los demás, y por lo tanto este se nutre de la competencia y la ambición. En cambio, en el mundo interior lo que cuenta son los afectos, los sueños, las satisfacciones del alma. La riqueza se mide por las vidas que tocamos, la solidez de los vínculos que cultivemos con nuestros semejantes, la alegría de hacer una diferencia positiva en la vida de muchos.
Se ha dicho que la mejor forma de ser felices es procurar que otros lo sean. Cuanto más estimulemos a los hijos a que beneficien a los demás y a trabajar en causas que vayan más allá de sí mismos, mayores serán la alegría y la satisfacción que gozarán. Y, como dijo Aristóteles, mayores serán las posibilidades de merecerse la felicidad.
Ángela Marulanda