TRAS LOS PASOS DE ROBINSON CRUSOE
La Ruta Quetzal BBVA, en Chile

ÁNGEL COLINA

Un grupo de expedicionarios durante la travesía realizada por la isla de Robinson Crusoe, en el archipiélago de Juan Fernández.

Entre selvas y volcanes, 270 jóvenes de 53 países han ido al límite de sí mismos, y del mundo, adentrándose esta vez en la recóndita y feroz belleza de la intacta isla que inspiró a Defoe. El escenario perfecto para un viaje iniciático que une el estudio y la aventura. La preselección para la Ruta 2010 –en México– ya está en marcha. Se buscan aventureros de 16 y 17 años. ¿Quién se atreve?



Son las siete de la mañana, la barcaza de la Armada Chilena Valdivia fondea en las aguas del océano Pacífico frente a la isla de Robinson Crusoe, en el archipiélago chileno de Juan Fernández. A bordo viaja la expedición Ruta Quetzal BBVA 2009. Expedicionarios, monitores, médicos, periodistas, profesores, algún que otro conocido escritor y hasta un sacerdote jesuita aguardan, impacientes, el momento del desembarque. Desde el barco, la primera impresión que te causa la isla de Más a Tierra –llamada así hasta 1966, año en que el Gobierno chileno la rebautizó con el nombre del personaje literario– bien podría corresponderse con la escena de una película de piratas. Una amplia ensenada rematada en sus extremos por dos inmensos peñones que casi quisieran abrazarte para darte la bienvenida. Con un poco de imaginación se podrían ver galeones que despliegan sus velas para recorrerla o abandonarla, como hiciera desde aquí mismo el Cinque Ports en 1704, dejando a su náufrago más famoso, Alexander Selkirk. Las desavenencias con el capitán del barco y el propio estado del navío hicieron desembarcar en la isla a este marinero escocés que años más tarde serviría de inspiración para el personaje de una de las novelas de aventuras más famosas de todos los tiempos, Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Cuatro años y cuatro meses vivió Selkirk en esta isla hasta que fue rescatado, hace ahora 300 años, por el Duke, que lo llevó de regreso a Inglaterra. Y todo gracias a otro marino, el español Juan Fernández, que en 1574, en el curso de su ruta, navegando hacia el sur para llegar a las costas de Chile, descubrió en este océano un archipiélago que bautizarían con su nombre.


Pero volvamos a la ruta y a la emoción que se adivina en los rostros de los expedicionarios. Ansiosos por desembarcar, montan en las lanchas que los llevan hasta la orilla. Allí, en pocos minutos, 15 magníficos monitores dirigidos por Jesús Luna, jefe de campamento, organizan tres grupos, dependiendo de la resistencia de cada quien durante las marchas: quetzales, águilas y jaguares. Y comienza la marcha. Más de siete horas que los llevará a recorrer y admirar –de un extremo a otro– esta isla que, como parte del archipiélago Juan Fernández, es Parque Nacional de Chile desde 1935 y Reserva Mundial de la Biosfera por declaración de la Unesco en 1977.


El ascenso hasta el mirador de Selkirk –primera etapa de la marcha– tiene una distancia de unos dos kilómetros con un desnivel de 300 metros de altura que nos permite divisar la bahía en todo su esplendor. La subida inicial no es demasiado fácil y a algunos ruteros el cansancio les pilla por sorpresa. Lourdes, expedicionaria extremeña que carga con una mochila que pesa mucho más de lo que quisiera, se lo toma con tranquilidad, camina lenta pero segura y continúa la marcha sin perder la sonrisa. Isa, de El Salvador, arrastra un esguince mal curado desde la marcha al monasterio de Valvanera, en La Rioja, durante la primera etapa de la expedición hace seis meses, pero no tiene intención de rendirse ante una lesión que sólo encontrará el reposo que necesita tras la ruta. Como ellas dos hay muchos otros que han vencido obstáculos y dificultades que en el mundo fuera de la ruta llamaríamos «espíritu de superación», pero que dentro de ella se conoce como «espíritu rutero».


Tenemos dos días para descubrir la isla, cuya flora es de interés mundial por contener especies endémicas como el manzano y la col de Juan Fernández, la chonta o el canelo, árbol sagrado para los indígenas mapuches. Si la flora es única, también lo es la fauna, que capitanean dos especies igualmente endémicas: el lobo fino de Juan Fernández o lobo de mar de dos pelos, que puede nadar hasta 50 kilómetros por hora y realizar viajes de más de 500, y el picaflor rojo de Juan Fernández, una de las diez aves de la isla que se encuentra en peligro de extinción.


Pero la última edición de Ruta Quetzal BBVA –que este año `cumplirá´ 25 expediciones– no empieza ni termina en la isla. Una semana antes de llegar a Juan Fernández, los casi 300 jóvenes embajadores de Europa y América llegaron a Santiago de Chile para continuar una aventura que se inició allá por el mes de julio en España y que, debido a la aparición del brote de gripe A en el país andino, tuvo que retrasar su parte chilena hasta el mes de diciembre.


Además de aventura, la ruta es estudio. La Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad Complutense de Madrid han coordinado un apretado programa académico que ha repasado el arte y la historia necesarios para descubrir y entender Chile. Así, los expedicionarios han visitado el Museo de Arte Precolombino y el de Historia Nacional en la capital, han aprendido a ser `cosistas´ leyendo los versos de Pablo Neruda en su casa de Isla Negra o han revivido la apasionante historia del pueblo mapuche a partir de uno de los poemas épicos más importantes de la literatura española, La Araucana, de Alonso de Ercilla. Coincidiendo 2009 con la celebración del Año Internacional de la Astronomía, los ruteros han mirado a las estrellas para conmemorar la primera observación astronómica de la historia realizada por Galileo Galilei hace 400 años. Los expedicionarios han convivido con el cielo de Galileo y la tierra de los mapuches –pueblo indígena que vive por y para la tierra: mapu significa `tierra´ y che, `gente´– en Curarrehue, comuna situada en el corazón de la Araucanía chilena.


En resumen, un programa cultural que ha marcado un antes y un después en la vida de los expedicionarios, forjando las vocaciones de muchos de ellos, y que, como apunta su inventor y director, Miguel de la Quadra-Salcedo, «supone una experiencia formativa en la que los jóvenes, además de ampliar sus conocimientos, desarrollan un espíritu de cooperación internacional, con el fin de crear una nueva y más real escala de valores, que va más allá de la riqueza y la pobreza».

Íñigo de la Quadra-Salcedo