Querida familia:
Me voy. Volveré cuando sepa dónde están guardadas las bolas de naftalina, cuando nuestra casa ya no tenga secretos para ninguno de ustedes, cuando sea capaces de descifrar los códigos de los botones de la lavadora, cuando logren reprimir el impulso de llamarme a gritos si se acaba la pasta de dientes o el papel higiénico.
Volveré cuando estén dispuestos a llevar conmigo la corona de reina de la casa.
Cuando no me necesites más que para compartir. Ya sé que me echarán de menos, estoy segura.
También yo a ustedes, pero sólo desapareciendo podré rellenar los huecos que el cariño hacia ustedes me produce...
Sólo podré estar segura de que verdaderamente me quieren cuando no tengan necesidad de mí para comer o para vestir o para lavarse o para encontrar las tijeras. Ya no quiero ser la reina de la casa, estoy harta, me he cansado de tan grande responsabilidad y he caído en la cuenta de que si sigo jugando el papel de madre súper no lograré inculcarles más que una mentalidad de subditos. Y yo los quiero libres y moderadamente suficientes y autónomos.
Ya sé que su comportamiento conmigo no es más que un dejarse llevar por mi rutina; también por eso quiero poner tierra por medio. Si me quedo, seguiré poniéndo todo al alcance de la mano, jugando mi papel de omnipresente para que me quieran más.
Sí, ¡para que me quiera más! Me he dado cuanta de que todo lo que hago es para que me quieran más, y eso me parece tan peligroso para ustedes como para mí. Es una trampa para todos.
Palabra de honor que no me voy por cansancio, aunque sea desgastante dormirse todas las noches pensando en la comida del día siguiente y hacer las compras a los saltos cuando vienes del trabajo y, a la larga, pesa mucho la manía de ver siempre un velo de polvo en los muebles cuando me siento un rato en el sofá, y la perenne atracción hacia la escoba y el trapeador. Pero no es sólo por eso. ¡¡No.!!
Tampoco me voy porque esté enfadada de poner la lavadora mientras me desabrocho el abrigo ni porque quiera estar más libre para hacer carrera en mi trabajo.
No. Hace ya mucho tiempo que tuve que elegir una perpetua interinidad en mi profesión porque no podía compatibilizar una mayor dedicación mental al trabajo profesional con la lista de la compra. Me voy para enseñarles a compartir, pero sobre todo me voy para ver si aprendo a delegar.
Porque si lo consigo, no volveré nunca más a sentirme culpable cuando no saquen notas brillantes o cuando se quemen las lentejas o cuando alguno no tenga la ropa planchada que ponerse.
La culpa de que sea imprescindible en casa es sólo mía, así que desapareciendo yo por unos días, se darán cuenta de que la monarquía doméstica es fácilmente derrocable y quizá yo pueda aprender la humildad necesaria para ser, cuando vuelva, una más entre la plebe.
Cuando encontren la naftalina no dejen de avisarme. Seguro que para entonces yo también habré aprendido a no ser tan excesivamente buena. Puede ser que ese día no nos queramos más, pero seguro que nos querremos mejor.
Besos.
Mamá