En 2010 se celebran los 200 años del bautismo de doña Chica de Baependi, y yo quisiera volver a contar ahora una historia. Hace mucho tiempo, durante mi periodo hippie, mi hermana me pidió que fuera el padrino de su primera hija. Acabó pasando un año entero, y el bautismo nunca llegaba a celebrarse. Me pareció que mi hermana había cambiado de idea, fui a preguntarle lo que había ocurrido y ella me respondió: «Tú sigues siendo el padrino. Lo que pasa es que le hice una promesa a doña Chica y quiero bautizarla en Baependi, porque ella me concedió una gracia».
Yo no sabía dónde estaba Baependi y nunca había oído hablar de doña Chica. Los años hippies terminaron pasando y, finalmente, en 1978 se tomó la decisión y las dos familias (la de ella y la de su ex marido) se desplazaron hasta allá. Descubrí entonces que doña Chica, que no tenía recursos ni para su propio sustento, dedicó treinta años de su vida a construir una iglesia y a ayudar a los pobres.
Yo había pasado por un periodo muy turbulento de mi vida y había dejado de creer en Dios. Había renunciado a mis locos sueños de juventud (entre los que se encontraba el de ser escritor) y no pasaba por mi cabeza la idea de volver a tener ilusiones. Me encontraba en aquella iglesia apenas para cumplir con un deber social. Mientras esperaba el inicio de la ceremonia, me puse a pasear por los alrededores y acabé entrando en la humilde casa de doña Chica, al lado de la iglesia: apenas dos cuartos y un pequeño altar con algunas imágenes de santos y un jarrón con tres rosas: dos rojas y una blanca.
En un impulso, incoherente con el periodo que yo estaba atravesando, hice una petición: si, a pesar de todo, algún día consigo llegar a ser el escritor en que quería convertirme, entonces regresaré aquí cuando tenga cincuenta años, y traeré dos rosas rojas y una blanca.
Con la única intención de recordar este bautismo, compré una estampita de doña Chica. Durante el regreso a Río se desencadena la tragedia: un autobús frena en seco, súbitamente, delante de mí. Dando un volantazo, consigo esquivar el choque y también mi cuñado sale indemne. El tercer coche se empotra contra el autobús. Hay una explosión. Mueren varias personas. Aparcamos en el arcén, sin saber qué hacer. Yo busco en el bolsillo un cigarrillo y, junto al paquete, sale la estampa de doña Chica, silenciosa en su mensaje de protección.
En ese punto comenzaba mi camino de regreso hacia los sueños, hacia la búsqueda espiritual, hacia la literatura. Nunca me olvidé de las tres rosas. Finalmente, los cincuenta años -que en aquella época parecían tan distantes- acabaron llegando.
Fui a Baependi a cumplir mi promesa. Alguien me vio llegando a Caxambu (donde pasé la noche) y un periodista vino a entrevistarme. Cuando le conté lo que estaba haciendo allí, él me pidió:
-Escriba sobre doña Chica. Su cuerpo fue exhumado esta semana y el proceso de beatificación está en el Vaticano. Es necesario reunir todos los testimonios posibles.
-No -dije yo-. Es una historia muy íntima. Sólo hablaría si recibiese una señal.
Y me dije a mí mismo: «¿Qué tipo de señal podría ser? ¡Sólo la reconocería si alguien viniese a hablarme en su nombre!».
Al día siguiente, sin olvidar las flores, subí al coche y me dirigí a Baependi. Paré algo lejos de la iglesia, recordando al ejecutivo de una discográfica que era yo cuando estuve allí, hace tanto tiempo, y los múltiples factores que me habían llevado de nuevo hasta aquel lugar. Cuando estaba a punto de entrar en la casa, una mujer joven salió de una tienda de ropa:
-Vi que dedicó su libro Maktub a doña Chica -dijo-. Le aseguro que se puso muy contenta.
Y no me pidió nada. Pero ésa era la señal que estaba esperando. Y ésta es la declaración pública que yo necesitaba hacer.
ElSemanal revista online
|