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Niñitis aguda |
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Carmen Posadas | |
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Ahora que han pasado las extenuantes fechas navideñas, con su sobredosis de calorías, gasto y buenas intenciones, me voy a permitir hacer una reflexión que tal vez me acarree más de un rapapolvo. Tiene que ver con lo que ahora llaman «puericentrismo», es decir, con la atención completamente desmedida que la sociedad actual presta a los niños. Se sabe, por ejemplo, que en estas fiestas, austeras por necesidad perentoria, las familias han recortado gastos en todo salvo en lo concerniente a los niños: la venta de juguetes se ha mantenido e incluso ha aumentado respecto del año pasado.
Dicho así, el puericentrismo no parece una mala idea, es como si se quisiera preservar a los más pequeños de las tribulaciones que aquejan a los adultos o tal vez compensarlos por ellas. Pero les voy a poner un ejemplo de este fenómeno para explicarles mis reparos. El otro día fui testigo de una escena, en la actualidad muy frecuente. Había tres parejas en un restaurante compartiendo mesa; una de ellas, con un hijo de corta edad. Por lo que pude observar, la conversación en todo momento giró en torno a la criatura de cinco años, bien por lo que contaba (que duró un buen rato y, por supuesto, le impidió acabar su plato de comida), bien por las infinitas bromas/cucamonas/cuchicuchis/etcétera que se turnaban para prodigarle tanto sus embelesados papás como las otras dos parejas, ya fuera por puericentrismo o, simplemente, porque hoy, si uno no se derrite en atenciones con los niños, se convierte en un tipo torvo y raro, casi un criminal.
¿De dónde viene esta tendencia a colocar a los menores en el centro del universo? ¿En qué momento cambiaron las tornas para que todo el mundo confunda ser un buen padre con ser un padre gagá? Y, en último término, ¿es beneficioso para el niño recibir tanta y tan desmedida atención? En realidad, este último interrogante es el que resulta imprescindible contestar y, en mi opinión, la respuesta es: no. Creo, además, que puedo hablar con conocimiento de causa porque, sin haber sido educada en el puericentrismo ahora imperante, lo cierto es que tuve una infancia sobreprotegida. Mi madre, que sufrió el descalabro económico de su familia cuando tenía once años, se dedicó a crearme lo que ella llamaba «una infancia de Disneylandia». Y lo consiguió. Tanto que yo fui una niña que no sólo no quería crecer, y por tanto ser expulsada de mi particular paraíso, sino que, además, todo me daba miedo, incluso salir a la calle. Y eso que por fortuna no me convirtieron en el centro de las conversaciones de los mayores ni me escuchaban como si fuera Demóstenes, como se hace ahora.
Educar es una tarea tan compleja que se peca tanto por falta de atención como por exceso y, a veces, es casi mejor pecar de lo primero. Porque ayudar a crecer no es sólo allanar los caminos al niño, sino, más aún, y sobre todo, enseñarle a conquistar su propio espacio. De ahí que a alguien a quien se le acostumbra a ser el ombligo del mundo se le está haciendo un flaco favor. Porque, inevitablemente, tarde o temprano descubrirá no sólo que no lo es, sino que, además, desconoce los mecanismos más elementales para combatir esa frustración. Es como si a un niño que está aprendiendo a caminar se le enseña a andar con muletas para impedir que se caiga y se dé un coscorrón. Por eso, a mí, esta niñitis aguda que vive la sociedad no sólo me parece tonta, sino muy dañina. Porque, como ya decía Sigmund Freud hace cerca de cien años, «sólo cuando un niño descubre que imaginar la realización de sus deseos no basta para asegurar su satisfacción real, empezará a cultivar los dones que le permitan comprender y, por tanto, controlar el mundo que le rodea». |
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