Mi cuñado Eloy, que tiene la amabilidad de leer habitualmente estas Pequeñas infamias, me hizo el otro día un reproche sobre mi último artículo. Era el titulado El don de la obviedad y en él yo argumentaba que lamentablemente cuando una mujer en un puesto relevante dice una tontería no es lo mismo que cuando la dice un hombre. Eloy sostiene que no, que igual que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, lo mismo ocurre con las memeces, las diga quien las diga. Como creo haberles comentado más de una vez, yo no me considero feminista o, al menos, lo que se entiende por tal. Aun así, creo que a las mujeres nos queda todavía mucho por remar hasta que se solucionen algunas diferencias básicas entre ellos y nosotras. Por ejemplo, esta: nadie juzga al género masculino por la conducta de un solo individuo y, sin embargo, no ocurre lo mismo si se trata de una mujer. Pongamos el caso más típico de todos, la forma de conducir. ¿A quién no se le ha escapado alguna vez un «mujer tenía que ser» al ver a una señora un tanto vacilante intentando aparcar sin éxito o torpeando de alguna manera? Lo mismo ocurre con el caso que enunciaba más arriba. En el mundo de los hombres, si un político suelta una soberana estupidez, nadie dice «qué imbéciles son los hombres». Por la misma regla de tres, da igual, por ejemplo, lo vociferante que se ponga un entrenador de fútbol. Aunque chille como una cacatúa, a nadie se le ocurre decir que los hombres son todos unos histéricos o unas verduleras. Y, si no me creen, imagínense por un momento al señor Mou convertido en señora Mou...
Creo que los hombres, de un tiempo a esta parte, están haciendo un gran esfuerzo para subsanar conductas y actitudes que han sido habituales en el pasado. Muchos son, por ejemplo, los que ayudan en casa y comparten tareas domésticas. También son muchos los que se enorgullecen de que su mujer triunfe en el terreno profesional e incluso no les importa favorecer su carrera y quedarse en un segundo plano si la de ella es más brillante que la suya. Sin embargo, todas estas actitudes responden más a un acto de voluntad (muy meritorio, por cierto) que a una convicción arraigada. En otras palabras, son tantos los siglos, por no decir los milenios, en que las cosas eran de otra manera que existe un machismo residual muy difícil de erradicar. Por eso el marido superguay que colabora con las tareas domésticas a veces no es más que lo que yo llamo un feminista simbólico. Me refiero a ese que dice «mira cuánto ayudo» mientras recoge dos colillas y mete un solitario platito en el lavavajillas. Por eso también, aunque un hombre diga que está muy orgulloso de que su mujer tenga un trabajo más brillante que el suyo, tampoco se priva de hacerle sentir que tiene a sus hijos «abandonados» por causa de sus largas jornadas laborales. Y por fin, ese machismo residual al que antes aludía es el responsable asimismo de que no se juzgue igual a hombres y mujeres en el caso que señalaba más arriba por las tonterías dichas por unos y otras, y que lamentablemente las de las mujeres se acaban atribuyendo a todo el sexo femenino. Esa es, por cierto, la razón por la que estoy en contra de las cuotas y de la monserga de la paridad en puestos políticos. Porque, al final, lo que sucede es que eligen para un cargo relevante a una mujer, no por sus méritos, sino por el mero hecho de pertenecer al sexo femenino, con el consiguiente peligro de que la elegida no sea especialmente avispada. Decía Simone de Beauvoir, a mediados del siglo pasado, que la verdadera igualdad entre hombres y mujeres se alcanzaría cuando mandase una mujer tonta, tal como ocurre en el mundo de los hombres. Pasado medio siglo, no tengo más remedio que enmendarle la plana a Madame B y decir que la igualdad se alcanzará cuando mande una mujer tonta... y la gente, al comprobar lo boba que es, no sonría condescendientemente y exclame: «¡Mujer tenía que ser!»
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