El nacimiento de una ciudad
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Más de 450.000 somalíes viven en el campo de Dadaab, lo que lo convierte, de hecho, en la tercera localidad de Kenia. Es muy probable que cientos de miles de personas permanezcan allí durante años. Por eso, el director del campo quiere transformar este trágico asentamiento provisional en una ciudad de la esperanza. Así lo está haciendo.
Esta mañana estuvo a punto de pasar de nuevo: unos refugiados somalíes querían enterrar a un niño en mitad de la nueva ciudad.
Henok Ochalla los vio cavar con sus azadas en la tierra rojiza. Detuvo su vehículo, se plantó delante de los padres y les dijo que ese lugar no era un cementerio, sino un lugar para la vida. Para una vida rodeada de suciedad y donde lo único que florece son las bolsas negras de plástico, de acuerdo. Pero les comentó que podía ser una vida. «Tenéis que enterrar a vuestro hijo en otro sitio». Constantemente mueren niños en el campamento por la malnutrición, las infecciones… «Cavaban fosas por todas partes, en cualquier sitio, no podía permitirlo», afirma Ochalla, y añade: «Ahora, las cosas se hacen de una forma ordenada». Es un hombre fuerte, un etíope de 39 años con una sonrisa amplia que tiene un efecto tranquilizador aquí en Dadaab, en este lugar infernal y caótico.
. Es uno de los cinco directores de campo en el mayor campamento de refugiados del mundo, levantado en Kenia, junto a la frontera con Etiopía. Es decir, es una especie de alcalde. Es el responsable de acomodar a los miles de refugiados que cada día desde hace meses cruzan la frontera. Delimita sus parcelas, les suministra agua, letrinas, tiendas… está creando una nueva ciudad que se llama IFO-Extension. Espera que, una vez pasado el estado de emergencia, se puedan construir casas de ladrillo donde ahora solo hay tiendas. El iPhone y el móvil Nokia suenan alternativamente, «lo del depósito de agua va demasiado lento», dice en uno; «en la sección S necesitamos hoy otras cuatro tiendas», dice en el otro.
Acnur es la principal organización en Dadaab, sus trabajadores intentan coordinar la actuación de las otras 25 agencias para que nadie use el dinero en algo que ya no hace falta ni organicen un altercado repartiendo por su cuenta arroz en mitad del campamento.
Son las 6.30 de la mañana cuando Nuriya Alí llega a la oficina de recepción de refugiados, después de diez días a pie a través de la estepa somalí y dos días con sus noches vagando alrededor del inmenso complejo de tiendas. Nuriya aguarda a que les concedan acceso. Sostiene algo en sus brazos. Es una niña de solo cuatro meses que se aferra sin fuerzas al pecho de su madre. Hace días que la leche de Nuriya se agotó. Otras tres niñas se agarran a su túnica. Son Sowdo, de siete años, Maryan, de cinco, y la pequeña Amina, de tres. Hace tres días que no comen nada. No hablan, no juegan, no ríen. Proceden del sur de Somalia.
Nuriya cree que tiene 26 años. Su marido murió por mordedura de serpiente cuando ella estaba embarazada. Cuenta que tenían 25 vacas y que con la sequía murieron todos los animales, luego empezaron a morir las personas y ella se fue.
Nuriya observa la puerta donde se arremolinan otros cientos de refugiados. Esperan a ser clasificados por este gigantesco mecanismo que los ordena por estado de salud y tamaño de familia. Dos horas después, Nuriya y sus hijas son catalogadas como «tamaño de familia 5». Pero todavía quedan varias escalas antes de que se puedan convertir en habitantes del campamento, antes de recibir comida.
eso de las 10.00, el agotamiento hace que la pequeña Amina se caiga. Su cabeza choca contra el suelo. La niña empieza a gritar y no obedece a su madre, que le pide que se calle ya. Nuriya tiene miedo de que, si llaman la atención, descarten a su familia. Por fin, después de cinco horas de espera sin agua ni comida, Nuriya recibe la autorización para entrar al campo. Un cooperante toma sus huellas. Luego le dan cinco pulseras azules de plástico. Llevan impresos en negro los números 519.846 a 519.850. Las pulseras son como un carné de identidad. Nuriya sale con cinco paquetes de 500 gramos de barritas energéticas, 11.450 kilocalorías en total. Los niños se meten la masa en la boca y la mastican con toda seriedad. También los han vacunado y los médicos han valorado su nivel de desnutrición. A Nuriya le han entregado utensilios de cocina, un par de esteras y un toldo. A esto hay que sumar harina, aceite, sal… Comida para 21 días. Así es como comienza una nueva vida. Por el momento, tendrán que dormir al raso.
Cuando Henok Ochalla quiere ver qué aspecto tendrá su ciudad, conduce hasta donde se alzan las primeras casas de ladrillo construidas para refugiados. De momento son 116 y están vacías. Ochalla hace lo que toda política para refugiados evita: intenta darle a la gente un lugar de residencia fijo, un hogar. La práctica habitual es hacerles la vida incómoda para que se marchen cuanto antes. Pero «hemos aprendido de los otros campamentos», dice Henok. «Allí también pensábamos que sería cosa de dos años y acabaron siendo 20». Luego añade: «No creo que estas personas puedan regresar nunca a Somalia». El primer ministro keniano aprobó en julio la continuación de las obras que él mismo había paralizado debido a la situación de emergencia y a la presión internacional. Ochalla está animado: «Por el momento hay una letrina para cada 25 familias; en seis meses quiero tener una para cada familia». Tiene un presupuesto de 24 millones de dólares para la construcción de su ciudad, de los que ya ha gastado 16. Lleva un plano de la futura ciudad. En él figuran incluso los nombres de las calles, se llamarán calles Esperanza, Unidad, Amigos... «Aquí –cuenta Ochalla y señala el extremo derecho del mapa–, ocho escuelas primarias y otra de secundaria. Y, después, a empezar su propia vida».
Nuriya, de momento, se conforma con una tienda. «La primera noche tuvimos que dormir al raso –afirma–, hacía frío, las niñas tosieron mucho». Pero añade que también fue una noche feliz. Una amiga de su pueblo, que llevaba ya días en el campamento, la invitó a su tienda, donde Nuriya descargó el aceite y los utensilios de cocina. «Hice té y tortas de pan», dice. Era la primera vez en semanas que veía a sus hijos con el estómago lleno. Al cabo de un rato fue a buscar agua y la vació en un barreño. Luego metió una por una a sus hijas y las bañó.
Diallika Krahe