Corría el 1911 y en Buenos Aires un hombre robusto, se choca con un enano, en un cruce de esquinas. El enano aprovecha la confusión para toquetearle las partes al hombre. Luego se da a la fuga y se oculta en una casa de citas. Ese enano era el compositor Olmedo y en ese refugio conoce al tango. El tango, antes de ser canción, fue melodía de prostibulos, matones y malviventes. Y fue justamente en esos prostibulos donde Damian Olmedo coqueteó con el tango, con matones y malviventes. En esa época de bohemia y cabaret Olmedo, de 32 años, escribió sus primeras letras de tango y sus primeras letras en general: recursaba primer grado en el Colegio Salesiano y en los recreos, mientras se tomaba el vino que robaba a los curas, garabateaba versos y oraciones. En esos toscos palotes del cuaderno escolar, ya podía entreverse su capacidad sin límites para la poesía ciudadana. Un hecho fortuito hizo que la vida de Olmedo diera un giro fundamental. Cursando primero superior, mientras sus compañeritos gastaban hojas en la composición "La vaca", Olmedo escribió su primera gran obra: "Medio kilo". Esa joya fue leída por su maestra de lengua, quien no tardó en hacerla leer a la directora. Juntas comprendieron que la escuela ya no era lugar para el joven escritor. Fue entonces cuando lo expulsaron y casi lo enviaron a la cárcel. Buscando un sitio donde su arte fuese reconocido, Olmedo viajó a Paris y se contactó con empresarios y artistas. En ese recorrido conoció a Evaristo Pelela y juntos idearon un espectáculo de Tango fusión llamado "Sabor a Tango". La idea era poner un bar donde Pelela, chef, se encargara de la cocina y Olmedo oficiase de mozo, mientras cantaba tango. De esa fructífera sociedad nacen temas como "Plato del día", "Mi tripa gorda" y "El chorizo no se niega". Metido en el exilio, Olmedo comenzó a extrañar su tierra y sus amigos. La patria querida era cada vez más lejana, al igual que el abrazo cómplice con los amigos, la caricia nocturna o el beso robado a los compañeritos del colegio. En ese dolor germinó su producción cumbre: "Mi Buenos Aires, querido", en donde ilustra el posible encuentro entre un exiliado y su antiguo amante. Los años se sucedieron y el bar se convirtió en un prospero restaurante de 150 mesas y un solo mozo. Olmedo, cansado de la vida parisina y de las escasas propinas, emprendió el retorno a su país. En el camino, hizo escala en Colombia. Cerca del aeropuerto encontró a un robusto hombre rodeado de gente. Olmedo creyó reconocer a un amigo. Se acercó entonces con los brazos abiertos, en tentativa de abrazo. El hombre robusto reconoció en Olmedo al enano que décadas antes le tocara el paquete. Ayudado por su comitiva, el hombre robusto le dio al enano la paliza que el tiempo había aplazado. El apaleado Olmedo, en medio de la trifulca, dejo caer su pasaje de regreso, que el robusto tomó y guardó en su bolsillo. Días después, Olmedo se recuperaba en cierto hospital de Cali. Un enfermero le acercó el diario del día y en la portada pudo ver la foto de cuerpo entero del hombre robusto. Los titulares decían: Carlos Gardel muere al caer su avión. Olmedo se dio cuenta que ese era su vuelo. Entristecido, acaricia la foto del hombre que lo suplantó en la muerte, y, de agradecimiento, le dedica una buena tocada en el sector de los genitales.