“Se acabó el partido”.
Rafael Nadal se guarece en una esquina de la pista Rod Laver para hablar con lágrimas en los ojos con su banquillo. Se juega el segundo set de la final del Abierto de Australia (6-3 y 2-1), que le enfrenta al suizo Stanislas Wawrinka. Entre una densa lluvia de abucheos, el número uno mundial acaba de volver del vestuario, donde el fisioterapeuta le ha masajeado la espalda. Quedan todavía dos sets y medio. Más de una hora de juego en la que el campeón de 13 grandes piensa varias veces en retirarse, minutos en los que pelea esperando el milagro que no llega, largos segundos de agonía. Todo, sin embargo, ha terminado cuando pronuncia esa frase.
Tras protagonizar un arranque memorable y ahogarse luego en la angustia que le genera verse cerca del título, el suizo Wawrinka levanta 6-3, 6-2, 3-6 y 6-3 la Copa, convirtiéndose en el primer tenista desde 1993 (Bruguera) que derrota en el mismo grande al número uno y al dos (Novak Djokovic). Desde hoy es el número tres del mundo.
“No tengo ninguna lesión grave, me he quedado clavado por la espalda y ya está. Es muy limitante cuando ocurre”, dice luego el español, que una y mil veces pone el acento en el gran juego de Wawrinka, y que con la derrota pierde la oportunidad de igualar los 14 títulos grandes de Pete Sampras y de acercarse a los 17 de Roger Federer. “Esto es parte de la vida del deportista. Hay que aceptarlo. Me siento triste, no voy a engañar a nadie”, describe el número uno, de 27 años, que ya sintió unas molestias durante la semana y que se empezó a tocar la espalda en el calentamiento. “Cada vez que sacaba estaba peor, hasta que noté que ya no podía más. Él estaba jugando a un nivel muy alto. Ahí no llevé el partido al límite, que es lo que hay que hacer para ver qué pasa. No tuve esa posibilidad. No he podido llegar a ese sitio en el que normalmente tengo habilidad para hacer jugar al rival al límite y para yo subir un peldaño extra”.
Tras vencer al número uno y al dos en el mismo grande, el suizo ya es el número tres
“Vi que era muy difícil para él”, le continúa Wawrinka, protagonista de un inicio antológico, rebosante de fuerza y despojado de la timidez que le define: con su revés a una mano fue capaz de controlar y atacar el drive de Nadal, quizás el arma más poderosa del tenis. “Nunca soñé con esto. Pensé que no era lo suficientemente bueno para ganar. Sigo pensando que estoy soñando”, reconoce luego. “Me puso nervioso ver que podía ganar un grand slam. Empecé a esperar que él fallara, y fue un gran error. Estaba nervioso”.
Esto es lo que pasa en la noche de Melbourne. Cuando el coro de niños termina de cantar el himno de Australia, Wawrinka sale como un tiro. Este no es un tenista superado por las circunstancias (primera final grande) ni el adversario (que le había ganado los 12 precedentes sin perder un set). Al contrario. El suizo, de 28 años, asalta el escenario como si él fuera el veterano y el español el debutante. Nadal entrega el primer break de borrón en borrón. Luego desaprovecha un 0-40 cuando su rival saca por el set, fallando tres restos sobre segundo servicio. Algo no marcha. Y entonces, con Wawrinka ya set y break arriba, hace su irrupción un personaje inesperado. El fisioterapeuta.
No tengo ninguna lesión grave, me he quedado clavado”, explica el español
Nadal deja de ser Nadal. Saca con picos de 155 km/h y valles de 123. No se posiciona al resto. Tiene el rostro pálido. Le caen lágrimas por las mejillas. Se gira a su banquillo, y pregunta: “¿Qué hago?”.
La respuesta es que siga en la pista. Que luche. Que sea el mejor Nadal que pueda dentro de que no puede serlo mucho. El español intenta apagar con su cerebro los latigazos del dolor, que le dicen: “abandona, retírate, no es tu día”. Se mueve a pasitos. Sube a la red caminando. Cada revés que toca es una lotería. Sirve sin velocidad, variedad ni capacidad de generar peligro. Sufre, en palabras del doctor Cotorro, “por haberse quedado clavado por la espalda”.
Es pura coincidencia de mala suerte.
Es la vida. Es el deporte”, reconoce
Todo eso desconcierta a Wawrinka. Del tenista pletórico del inicio, listo para mirar de tú a tú al peligro, se pasa a otro asfixiado por la posibilidad de levantar el título. Primero se enzarza en una discusión con el juez de silla, porque quiere saber qué lesión tiene Nadal. Luego empieza a desaprovechar bolas de break (5 de 15). Culminando su ataque de nervios, cede un set. Nadal no celebra nada. No dice un “vamos”, no aprieta un puño. No cree en milagros. Sabe que esa espalda no puede cargar con el peso de la remontada. Que en cuanto Wawrinka encuentre su brújula, se acabó el pulso. “Y en cuanto se centró un poco, no hubo partido: Rafael no podía ir rápido a por ninguna bola”, resumió Toni Nadal, su técnico. “Ganamos un set porque la presión le había podido”.
Hace cuatro ediciones se retiró en cuartos, su único abandono
en el Grand Slam
El sueño acabó entre lágrimas. Tras alabar el juego de su rival, Nadal cedió el sitio al campeón para que los flashes rebotaran contra su sonrisa. Entonces, con todos los focos en Wawrinka, cogió sus bolsas y se marchó de la pista. Solo. Cabizbajo. Triste. Pensando, seguramente, en el dolor por la ocasión que se había ido.