Hace sesenta años vivía yo en el número 456 de la calle San Miguel, en el apartamento 2 del primer piso. Nuestro balconcito daba a los altos de La Valenciana, el bar de Aurelio el asturiano, donde Memo era El Rey de los Batidos y se servía en la barra la mejor sopa de sustancia de todo San Leopoldo. Entre aquella joya culinaria y una olorosa panadería estaba la entrada de mi edificio, que aún alza sus tres pisos a unos metros de la famosa esquina donde quedaba La Casa Prado.
En el noviembre anterior había cumplido siete años. Cuando no estaba en mi escuela –por entonces la Academia Bravo, en Lucena y Neptuno–, vivía condenado a aquel apartamento de puntal alto, una de esas viviendas que abundan en la populosa Centrohabana, donde los cuartos están dispuestos en hilera, dando todos a un patio que va desde la saleta de recepción hasta el remoto comedor.
El primer cuarto era el de mis padres. La luna de la cómoda me dejaba ver cuando Dagoberto estaba echado, casi siempre leyendo, lo que me permitía no molestarle y tomar por el patio, si tenía que ir a mi cuarto, que era el segundo de la casa.
La tercera habitación era la de mi tío Angelito, el ser que me llevaba al cine, a ver películas de aventuras, y después a cenar a los chinos de Cuatro Caminos. La misma persona que me hizo probar los ostiones y aficionarme para siempre.
Mi abuela Isabel vivía al fondo, aún más allá de la cocina, en el cuartico de criados, con su catre revuelto, su reloj de pared y su Biblia –prendas, las dos últimas, que todavía conservo.
Era La Habana de 1953, una ciudad coronada por anuncios lumínicos, repleta de vidrieras ilusorias que mi madre y muchas otras amas de casa solían repasar. “Vamos a ver las tiendas”, decía Argelia al anochecer, y siempre era el mismo recorrido por la deslumbrante Belascoaín hasta el parque Maceo, para luego cruzar al Malecón y sentarse un ratico allí, “cogiendo fresco”, mientras mi hermanita María y yo correteábamos.
Hace sesenta años, quizá un par de semanas después de un día como hoy, en el cesto del baño de aquel apartamento de la calle San Miguel, hallé, sumergida bajo un montón de ropa sucia, una revista Bohemia que decía: “Sin censura”. Primero me extrañó encontrar allí una revista, pero en cuanto la abrí me di cuenta de que la habían escondido de mis ojos, porque sus páginas estaban llenas de fotos de cuerpos yacentes, irreconocibles bajo tanta sangre, bajo un título que anunciaba: “Los sucesos de Santiago de Cuba”.
No me atreví a continuar mirando o a leer mucho más, confundido por el hallazgo y por la conciencia de estar violando la voluntad de mis mayores, pero más que nada por la impresión profunda que me causaron aquellas imágenes que todavía me estremecen.
Muchos años después comprendí que aquellos cuerpos eran los mártires del Moncada.